Curva de Zésar, barrendero y dramaturgo
gatos que fueron tigres
Era empresario de un teatro de escombros, un alma libre que hacía lo que le daba la gana
Melchor Rodríguez, el «ángel rojo»
Madrid
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Iniciar sesiónMe dice José Luis Garci que le debo a Curva de Zésar un «gato que fue tigre». Y a Garci no se le discute. A Garci se le escucha; de Garci se aprende; con Garci uno se calla y le hace caso, porque todo ... en él es una lección de vida, de literatura, de memoria y también de consuelo. Nuestro gato de hoy era barrendero y dramaturgo, empresario de un teatro de escombros, un alma libre que hacía lo que le daba la gana y que construía sus guiones mientras pulía las calles que el resto pisaban.
Nació en Torrubia del Campo (Cuenca) como Desiderio César Fernández, a finales del siglo XIX. Muy pronto marchó a Madrid, porque mientras la bohemia agonizaba entre cuentas pendientes, posadas lúgubres y olor a estiércol, otro Madrid nacía de la resaca decadente, con ganas de un mañana mejor, y que los jóvenes de provincia aprovechaban al vuelo de duro. Así, Desiderio comprendió muy pronto que en Madrid no solo había que tener un oficio, sino también una excusa, un modo de ganarse la vida toreando al destino en forma de mueca. Encontró trabajo en el ayuntamiento como barrendero y, así, mientras la escoba pagaba sus gastos, Desi dejó a Derio para convertirse en Curva de Zésar: el autor de teatro con más jeta del país. Lo de «Curva», dicen algunos escritos, se debía a su manera de andar, pero vaya usted a saber, porque cuando un hombre se convierte en leyenda, pasado y futuro se lanzan al vuelo en un envite que mezcla verdad y fantasía en la misma cara de la moneda.
Sea como fuere, hay dos verdades absolutas en la trayectoria de Curva de Zésar. La primera es que su nombre comenzó a verse en los carteles de teatros junto a los grandes de la escena, como Lope o Muñoz-Seca. Él mismo escribía sus estrenos con una brocha. La segunda, que levantó en el Manzanares un teatro —el Teatro Curva— hecho a base de ladrillos descartados y escombros recuperados, y donde, como dijo Cuartango en un texto dedicado a él: «era autor, actor, empresario, taquillero y acomodador en su teatro, que se iluminaba con candiles de carburo y disponía de una estufa de leña para caldear el local en invierno».
Dicen que César González Ruano o Torrente Ballester asistieron en numerosas ocasiones a las obras del dramaturgo, quien concedía entrevistas a algunos medios cuando el telón se echaba sobre las tablas. En una de ellas declaró: «Hay por todas partes hombres que fueron tratados como locos, pero que contribuyeron al progreso. Yo siempre he creído en lo que hacía y he luchado por vencer a la indiferencia, que ha sido mi gran enemigo». Si uno no cree en uno mismo, ¿quién lo va a hacer?
De este modo, Antonio Buero Vallejo, la actriz Lilí Murati o el propio Jacinto Benavente alababan las obras de Curva de Zésar con notas que enviaban al teatro. Éste las exhibía en las paredes de su pequeño mundo, orgulloso, agradecido y convencido de que el boca a boca era más poderoso que cualquier reseña en prensa.
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