Azorín, la calma de la prisa
gatos que fueron tigres
Un artesano de sílabas que enseñó a Madrid a mirarse en un espejo tranquilo
Pepín Fernández, creador del colmado gigante Galerías Preciados
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Iniciar sesiónJosé Martínez Ruiz, conocido para siempre como Azorín, fue uno de esos madrileños que nació en Valencia para hacerse gigante en la capital de España. Su Madrid fue el de los posos de café y el humo de las tertulias, la de los tranvías y ... el estiércol de caballo, la de sombreros y maneras, de revoluciones y cuartillas mientras todo pasaba delante de una media tostada que los bohemios no se podían pagar. Llegó a Madrid con 23 años, siendo ya un abogado sin pretensiones de ejercer. Lo suyo era la pluma, la literatura, la prosa diaria que quiso plasmar en cuartillas y detalles que solo a él le parecían importantes. Por eso muy pronto comenzó a contar la vida madrileña desde las páginas de El Progreso. Poco después, en 1913, con un prestigio que volaba por la ciudad, se consolidó como columnista de ABC, marcando un antes y un después en la crónica literaria española.
Madrid ya era por entonces una ciudad eléctrica, incansable y arrolladora. Porque su razón de ser era y es la prisa. Dentro de todo ese implacable ritmo de desgaste, Madrid también ha sabido siempre guardar un rincón para el sosiego. Ese rincón lo inventó Azorín. Uno se lo imagina sentado en una mesa del Café de Levante, mientras a su alrededor los modernistas discutían sobre revoluciones y manifiestos. Él, sin levantar la voz, anotaba la curva de una plazuela, el gesto cansado de un camarero o la sombra que el gas arrojaba sobre las paredes desconchadas.
Madrid es ruido; Azorín, silencio. Y la paradoja consiste en que solo un silencioso pudo describir el ruido con tanta precisión. Algunos dicen que el estilo azoriniano es frío, demasiado escueto, casi ascético y cortante. Tal vez. A mí siempre me ha parecido que Azorín es el único escritor que logró que Madrid pareciera ordenado. En sus páginas, las casas están siempre donde deben estar, las calles se suceden como si hubieran sido trazadas con tiradas con escuadra y cartabón, y hasta el tráfico suena más a rumor de fuente que a claxon desaforado. Se diría que Azorín escribió la única utopía posible: un Madrid tranquilo.
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No olvidemos que Azorín fue cronista parlamentario. Y que, en la Carrera de San Jerónimo, entre discursos eternos y bostezos ministeriales, descubrió la dimensión teatral de Madrid. Allí entendió que la ciudad no es solo escenario, sino también representación. Que cada diputado, cada café, cada dama de mantilla en procesión, componía un papel que debía ser narrado.
Por eso convirtió Madrid en literatura, sin necesidad de exagerarlo. Y en una ciudad tan dada al exceso, ya es un mérito austero, suficiente para no ser nunca de más ni de menos. Azorín enseñó a Madrid a mirarse en un espejo tranquilo. No en el espejo deformante de la caricatura, ni en el del narcisismo castizo, sino en uno limpio, pulido, donde la ciudad se descubre en sus carencias y en su hermosura cotidiana. Y eso, para quienes vivimos aquí y creemos que Madrid solo existe cuando corre, es una lección de humildad.
Umbral dijo de él en una tertulia en el Museo de Cera que «siempre he sospechado que Azorín no tenía nada que decir. Lo único que pasa es que callar da prestigio en un país de voceros como este» Y aunque se hiciera el gallo, Umbral no dejó de visitar su piso cuando entró en el otoño de sus días. Era admiración, envidia o simplemente respeto. En estas páginas Azorín escribió una frase que explicaba perfectamente la esencia de este observador de la cotidianeidad: «Hay en todo momento una palabra, la palabra precisa, ésa y no otra» Porque Azorín no era un escritor al uso, era un cirujano preciso, un artesano de sílabas que consideraba la perfección en la sencillez.
Justo detrás del Congreso, en la calle Zorrilla, moría Azorín a los 93 años de edad. Madrid despedía a uno de sus mejores cronistas. Los escritores quedaban huérfanos de un autor que siempre encontró en la austeridad de palabra su mejor frase.
Hoy, cuando paseo por la calle Mayor y veo los bares convertidos en franquicias de hamburguesas, pienso que solo Azorín podría haber encontrado poesía en el neón. Nosotros pasamos de largo, distraídos; él se habría detenido a observar cómo el reflejo rojo se imprime en el adoquinado húmedo. Y luego lo habría contado en una prosa tan contenida que uno acabaría pensando que el cartel de una hamburguesería es, en realidad, un símbolo de permanencia.
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