Nadie lleva flores a la tumba de Asunta, la niña enterrada con su madre... y asesina
diez años del crimen
Hija y madre, víctima y victimaria, reposan en la misma lápida sin un nombre que las identifique. Sin flores en el cementerio, el altar de Asunta resiste en la cuneta de Teo donde la abandonaron, repleta diez años después de muñecas y mensajes de recuerdo
En una tumba sin nombre descansan Asunta Basterra y Rosario Porto. Madre e hija. Víctima y verdugo. Nadie se ha atrevido a imprimir sus identidades en la lápida para evitar actos vandálicos en el cementerio donde, desde la muerte de la abogada en ... diciembre de 2020, reposan los restos de una y las cenizas de la otra.
Tras el entierro de Porto, en que apenas participaron un puñado de personas y casi ningún familiar, la tumba se vació de flores, y así permanece. Bajo la losa negra que recuerda los nombres de dos antepasados de la abuela materna de la niña —fallecidos en 1943 y en 1972— las protagonistas del crimen que sacudió a la capital gallega hace ahora una década comparten, paradójicamente, destino. Se desconoce quién tomó la decisión final de que la niña y la persona que acabó con su vida asfixiándola como colofón de un plan tejido durante meses acabasen de nuevo vinculadas, pero da cuenta del solitario escenario que se abrió tras la detención de los padres.
Las amistades que rodeaban a Rosario, cónsul honorífico de Francia y una de las personas mejor relacionadas de la ciudad, se replegaron en cuanto los agentes la arrestaron en el mismo tanatorio en el que velaban a la pequeña. La misma portavoz de la familia se desprendía de esta condición ante los periodistas mientras Porto subía esposada al coche policial. Su familia tampoco se dio por aludida cuando tocaron a su puerta. Alrededor de la pareja solo quedó un cerco de tierra quemada que muy pocos se atrevieron a pisar, y menos públicamente.
La soledad que envolvió el entierro de Rosario, la madre, es todavía más punzante en el caso de la niña, adoptada y ajusticiada por sus padres
Lo hizo, por ejemplo, la mujer a la que Porto legó todos sus bienes, una amiga de la juventud llamada Teresa Sampedro y conocida como 'la Nena', que fue quien costeó el traslado de los restos desde la prisión de Brieva (Ávila) en la que Rosario se suicidó hasta Santiago. También sufragó el entierro. Unos 10.000 euros que compensó con el valor del patrimonio heredado, superior al millón y medio entre los dos pisos del centro -en el que vivía Rosario y el que había pertenecido a los padres de esta-, la casa de la playa y el chalet de Teo. El lastre que cuelga de esta vivienda, escena de uno de los crímenes más mediáticos, explica su acusado deterioro: de joya inmobiliaria de la familia Porto (la casa cuenta con piscina y cancha de tenis) a guarida de okupas ocasionales que incluso acabaron incendiando un ala de la propiedad.
En la fría despedida de la filicida también estuvo presente una prima lejana a la que tras la lectura del testamento —redactado ya durante su estancia en la cárcel— le correspondieron unas cuantas joyas. Otras tantas se llevó una reclusa con la que Porto compartió celda e hizo buenas migas.
Junto a los pocos asistentes al sepelio, muleta de Rosario desde que fue acusada de matar a la niña, sí se pudo ver al letrado coruñés José Luis Gutiérrez Aranguren. «Mucho me parece decir que allí había ocho personas, diría que incluso fuimos menos», recuerda en una conversación con ABC el penalista que defendió los intereses de su clienta hasta llegar al tribunal de Estrasburgo. A él le dejó Rosario una colección de cuadros a la que Aranguren renunció por dos razones de peso —«ética y estética», resalta— por lo que finalmente estas obras artísticas fueron a parar también a manos de su íntima amiga.
Ni los tíos, ni los primos, ni ningún otro miembro de la familia se dejaron ver aquel mediodía por Boisaca. Ya conocían, les reprocha Aranguren sin ambages, que Porto no les había legado nada. No hubo palabras por parte de ninguno de los presentes, tampoco del sacerdote, con lo que la ceremonia no se dilató más allá de los diez minutos.
Un adiós testimonial, casi mecánico, un formalismo. «La triste verdad es que Rosario estaba sola», revela su abogado cumplidos diez años del crimen y consciente de que la única preocupación de sus allegados era ver «si había botín». Pero la soledad que envolvió la despedida de Rosario es todavía más punzante en el caso de la niña, adoptada con apenas un año de vida y ajusticiada por sus padres, como acreditó la sentencia judicial.
Nadie recogió las cenizas de la niña
Después de su asesinato, Asunta fue incinerada sin que nadie se hiciese cargo de sus cenizas. Los restos se guardaron, durante siete años, en una urna en el piso de la calle Doctor Teixeiro en el que vivió con su madre hasta su muerte. Como un jarrón cualquiera. El fallecimiento de Rosario fue aprovechado para mover las cenizas al cementerio, aunque anónimamente y sin reparos sobre la compañía que le esperaba a la pequeña.
Ni siquiera la flanquean, en su descanso, los abuelos maternos, con los que mantuvo una estrecha relación hasta su repentina muerte en 2011 y 2012, y que después de su incineración fueron trasladados a Vilagarcía de Arousa, donde la familia poseía otra residencia, ahora también en manos de Sampedro.
Su madre, desde prisión y coincidiendo con el crimen, publicaba en la prensa gallega cada 21 de septiembre: «Te querré siempre. Mamá»
Salvando las distancias, la estampa del funeral de Porto es comparable con la del juicio del que ella y su pareja salieron condenados. En los bancos de la Audiencia Provincial no se sentó ningún familiar ni allegado a lo largo del mes que duró la vista, y en la que se escudriñaron las últimas semanas de vida de la menor, palmo a palmo. Tan solo pisaron la sala algunos conocidos y gente de su entorno a los que las partes citaron como testigos de esta vida familiar que acabó en tragedia.
«Cuando me encargó su defensa ella me pidió que hablase con una serie de personas para darme pruebas de su inocencia (...) la verdad es que fue frustrante. No digo que todo el mundo me cerrase la puerta, porque su psiquiatra me atendió muy amablemente, pero las personas en las que ella tenía más confianza, una de ellas la persona con la que durmió esa noche tras denunciar la desaparición de la niña en comisaría, me dijeron 'nosotros de esa señora no queremos saber nada'. Familia incluida», reprocha Aranguren.
Hubo alguna tímida excepción que se mantiene en el tiempo, un puñado escaso de conocidos que pese a las pruebas y a las sentencias en su contra siguieron confiando en la inocencia de la madre y ocasionalmente iban a visitarla, pero por lo demás, el abandono de Porto entre rejas fue absoluto.
Su abogado, el único apoyo de la madre
Tampoco quedan ya las esquelas con las que su madre, desde prisión y coincidiendo con el crimen, publicaba en la prensa gallega cada 21 de septiembre. Año tras año, el mismo escueto texto. «Te querré siempre; mamá», rezaban. De la gestión se encargaba el que fue su defensor hasta el último día, aunque la relación trascendió lo puramente profesional.
«Me convertí en todo, porque Rosario no tenía familia, la hija acababa de morir, la gente que estaba a su lado cuando era una persona socialmente digna desapareció», y pasó a ser la persona que «hacía los recados», desde redactar un recurso «a abrir las ventanas de la casa y hacer gestiones que nada tienen que ver con el desempeño de un letrado. «Parecía que en esas circunstancias yo tenía que ser más persona que abogado», admite Aranguren.
Sin flores ni una fecha que recuerde su breve paso por la vida, la tumba de Asunta es solo el último peldaño de su atropellado final. Impersonal y mohosa, poco tiene que ver con el altar que los vecinos de la cuneta donde la pequeña fue depositada mantienen vivo desde hace una década.
Un altar en la cuneta donde apareció muerta
A los pies del árbol donde dos hombres localizaron su cuerpo en plena noche del 21 de septiembre de 2013, nadie se atreve a tocar los recuerdos que con los años se han ido acumulando en la pista de Teo. Entre peluches y ramos de flores artificiales que se renuevan con cada aniversario, perviven en perfecta armonía los crucifijos, las estampitas de vírgenes o los llaveros que manos desconocidas han ido colgando de un árbol convertido, sin quererlo, en altar de una niña que a la que solo se le rinde homenaje al pie de una cuneta. Incluso alguien dejó un violín, testimonio del amor por la música de la niña. Mensajes de cariño, ruegos descoloridos para esclarecer la motivación que había detrás del crimen, la incógnita que sigue rodeando el suceso. Para muchos sigue estando allí, ignorantes de que -en realidad- comparte tumba con su verdugo.
Una década después, Asunta es un capítulo del pasado de la ciudad. Pocos la lloran, quizás algunos la recuerden. Pero a su tumba ya nadie lleva flores.
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