Mr. Tambourine Man
«Eh, señor de la pandereta, toque una canción para mí». A más de uno he oído quejarse de que ya casi nadie lee poesía. Quizá sea verdad, pero tengo la impresión de que la poesía no se escribe para ser
«Eh, señor de la pandereta, toque una canción para mí». A más de uno he oído quejarse de que ya casi nadie lee poesía. Quizá sea verdad, pero tengo la impresión de que la poesía no se escribe para ser leída, sino para ser ... oída. Así fue en los albores de la literatura Occidental, desde Homero hasta Virgilio, de Safo a Catulo. Y así ha vuelto a ser en el siglo XX: las liras se metamorfosearon en guitarras y la Musa se encarnó en los surcos de los vinilos. Por eso, cuando en el viejo tocadiscos, con ese sonido metálico entrañable como el ruido de la máquina de cine de las sesiones dominicales de mi infancia, suena la voz áspera y nasal de Dylan, «el plateado saxofón dice que debería renunciar a ti, pero no nací para perderte» («I want you») uno no puede dejar de emocionarse.
Bob Dylan ha sido galardonado con el Príncipe de Asturias de las Artes. Lo merece. Nos enseñó que podríamos encontrar la respuesta en el viento («Blowin´in the wind») sólo con ser valientes, permaneciendo firmes y fuertes, y sintiéndonos siempre jóvenes («For ever young»), pero, por encima de todo, nos emocionó. Eso es el arte: sentimiento.
El año pasado Dylan actuó en Valencia. Lamentablemente no pude asistir al concierto. Ojalá vuelva pronto y le pueda decir: Eh, señor de la pandereta («Mr. Tambourine Man»), toque una canción para mí, y bailaré bajo el cielo de diamantes agitando libre una mano enmarcado por el mar...
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