confieso que he pensado
Réquiem por el Womad
Esos jóvenes y no tan jóvenes contemplaban el Womad como su particular jardín del Edén, un paraje donde refugiarse de una cotidianeidad a menudo hostil
Santiago Díaz Bravo
Debían pasar de las 3 de la mañana cuando de pronto, tras mirar en derredor, reparé en que las nueve personas que ocupábamos la barra de aquella caseta, justo enfrente del escenario principal del Parque de Santa Catalina, proveníamos del mismo pueblo. El mar, la ... distancia, las estrecheces pecuniarias, no habían impedido que decenas de orotavenses, porque con el paso de las horas los reencuentros siguieron sucediéndose, coincidiésemos en el evento que, casi desde un primer momento, se había tornado no sólo en un aglutinador de canarios de las siete islas sino, lo que es más importante, en el mayor aglutinador de canarios de las siete islas jamás conocido. Pero ahora el Womad de Las Palmas de Gran Canaria, que logró lo que la política o el deporte, por citar dos ejemplos de ingeniería humana básica, ni siquiera se han atrevido a soñar, ha dicho adiós, en el mejor de los casos hasta luego, y con ello ha dejado huérfanos a jóvenes y no tan jóvenes que hallaban en este festival un espejo donde reivindicar su cosmopolitismo al tiempo que renegar de localismos provincianos y complejos cuarteleros.
Porque lo importante del Womad, con serlo, no era la música, la danza o los talleres, sino el sentimiento de pertenencia a un colectivo rebosante de ansias de abrirse a un mundo que no se acaba en las playas de Güi-güi o Masca, que ofrece mucho más de lo que unos cuantos se empeñan en mostrar, que brinda sitio a quienes se aprestan a ocuparlo. Miles de canarios enfervorizados por la pasión de sentirse protagonistas de un planeta cada vez más pequeño, o de un pueblo cada vez más grande, según se quiera entender, se encargaban de dejar diáfanamente claro año sí, año también, que por estos lares lo que felizmente podría ser supera con creces a lo que tristemente es.
Esos jóvenes y no tan jóvenes volcados hacia sí mismos a la vez que hacia los demás, sabedores de que las islas se han convertido, en buena medida, en una absurda pantomima de la inexpugnable aldea de Astérix, contemplaban el Womad como su particular jardín del Edén, un paraje donde refugiarse de una cotidianeidad a menudo hostil. Por ello queda ahora un vacío que difícilmente podrá ser ocupado, y esa ausencia de herederos, al menos de sucesores de similares dimensiones, agigantará el recuerdo de aquellos días en que miles de isleños de distintas latitudes contaban con un lugar común donde sentirse parte de un pueblo a la vez que parte del mundo.
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