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Elogio de la monarquía
Sumando aciertos y errores, la Monarquía sigue siendo un factor de estabilidad y una garantía de pluralidad en España
El rey Felipe y la reina Letizia saludan a los ciudadanos en su visita a Córdoba
A las instituciones de una sociedad las hacen día a día las personas que las dirigen e integran, y estas pueden ser mejores o peores, estar más acertadas o menos. Pero también es cierto que las instituciones sobreviven a las personas. Las primeras deben aspirar ... a perdurar y las segundas a ser pasajeras. Vaya esta primera reflexión porque estoy convencido de que, casi 550 años después de que Isabel y Fernando instaurasen la Monarquía unitaria en España y nos convirtiesen en una de las primeras naciones de Europa en alcanzar la unidad, la Corona continúa siendo un sistema válido para España, pese a errores puntuales.
En la Historia Moderna el rey nunca fue cuestionado y grandes soberanos, como los propios Reyes Católicos, Carlos V, Felipe II, Felipe V, Fernando VI o Carlos III, dirigieron a nuestro país para colocarlo entre los mejores de aquellos siglos. Es en la posterior Historia Contemporánea, tan convulsa en España, donde sí se cuestiona la Monarquía y los aciertos o fallos de los monarcas pasan a ser claves para la solidez de nuestro país. Pongamos tres ejemplos.
Fernando VII es, con mucha diferencia, el peor monarca español. Vendido secretamente a Napoleón en 1808, a su regreso en 1814 encontró un país arrasado por la Guerra de la Independencia, pero victorioso, unido y ansioso de ser guiado por su rey por la senda de la modernización y las reformas, que incluía aceptar la Constitución de 1812. El «rey felón» traicionó a todos y logró dividir al pueblo, despeñándolo por el precipicio de los enfrentamientos cainitas y el atraso cultural y económico.
Muy distinta fue la actitud de su nieto, Alfonso XII. En 1874, tomó un país que nadaba en el caos, tras experimentar todo tipo de regímenes, incluida una primera república de chiste que duró once meses, y le dio firmeza, concordia y progreso. A ello no fue ajena la labor del mejor político de la centuria decimonónica, Antonio Cánovas del Castillo, artífice del éxito de ese período, quebrado por el Desastre del 98 que ni el rey, muerto prematuramente por tuberculosis, ni el primer ministro, asesinado por un anarquista, contemplaron.
Es el mismo caso de Juan Carlos I, hoy tan vilipendiado. Sin él, sin su determinación y dedicación, la transición del régimen autoritario de Franco a nuestra democracia, no habría tenido lugar con el éxito con el que ha pasado a la historia, abriendo la puerta al período de más paz y prosperidad de la nuestra. También en esa hora brillaron grandes nombres junto al rey, desde Suárez a Carrillo, desde Felipe González a Torcuato Fernández Miranda, desde Marcelino Camacho al cardenal Tarancón, que supieron interpretar la voluntad del pueblo español de construir su futuro, no desde el olvido, pero sí desde la reconciliación y aprendiendo de los errores del pasado. Por eso, cuando las luces de don Juan Carlos han dado paso a sombras, no debemos olvidar la importancia decisiva de las primeras. Más aún cuando quienes principalmente lo linchan desde tribunas políticas, prensa y redes sociales, buscan cobrarse una pieza mayor, la Monarquía. Quienes desprecian a Juan Carlos I y despectivamente hablan del «régimen del 78», aspiran a traernos un nuevo régimen político cimentado en el revanchismo y el sectarismo, a diferencia del actual, como se desprende de sus declaraciones y actuaciones.
Sumando aciertos y errores, la Monarquía continúa siendo un factor de estabilidad y una garantía de pluralidad en España, como no lo es la República. No lo fue la del 14 de abril de 1931 y no lo sería una hipotética tercera, habida cuenta de quienes la proponen. Nos estamos jugando nuestra convivencia como nación y, en buena parte, dependerá de que el rey Felipe VI no se quede solo.
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