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Waterloo

Si lo que quiere trasmitir el cónsul vitalicio de La República catalana con su decisión de trasladarse a vivir a la tumba del esplendor napoleónico es que admite al fin su propia derrota lo suyo es que se hubiera largado a vivir a un granero de Santa Elena

Carles Puigdemont en una de sus últimas comparecencias como presidente Inés Baucells
Luis Herrero-Tejedor

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Ningún megalómano que se precie debería unir a su biografía el nombre de Waterloo. Esa locución ha cruzado la frontera histórica y geográfica y se ha hecho fuerte en el territorio de la semántica como sinónimo de desastre. Todos los seres humanos nacidos después de ... 1815 hemos padecido, en algún momento de nuestras vidas, un pequeño Waterloo. Y a veces no tan pequeño. Si lo que quiere trasmitir el cónsul vitalicio de La República catalana con su decisión de trasladarse a vivir a la tumba del esplendor napoleónico es que admite al fin su propia derrota -como ya hizo en los mensajes telefónicos que le envió el martes pasado a Toni Comín- lo suyo es que se hubiera largado a vivir a un granero de Santa Elena, que es donde su insigne predecesor de calenturas ególatras pagó el precio de sus errores hasta el momento de su muerte, y no a un palacete ajardinado con vistas privilegiadas al camposanto que sepultó los cadáveres de las víctimas de la batalla.

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