Zonas prohibidas, separaciones, preguntas sin respuesta: los contrastes de vivir un Mundial en Qatar siendo mujer

Todo en Doha es excesivo. Incluso el frío; sí, el frío. Se queda corta la ropa de los enviados especiales para el Mundial de Balonmano para los grados de temperatura que se fijan en los pabellones donde se disputan los partidos. Ya en los últimos días del torneo nos informan de que lo habían mantenido así, abrigos en las salas de prensa, dedos helados sobre el teclado, para dejar esa idea para el futuro: no se pasará calor en el Mundial de fútbol en 2022. En ese momento, en enero, son unos 25 grados en la calle, pegados a la piel por la humedad; de marzo a octubre, superan los cuarenta, y con mucha más humedad.

En esas condiciones cumplen turnos de día y de noche, 24 horas sin parar, los trabajadores de la construcción, a los que ves cada día esperar los autobuses que los conducen a sus zonas de viviendas; y a los que empiezan la jornada, acudir a la obra correspondiente. Son muchos, de todos los lados; ninguno es qatarí. En este Qatar se contrata personal para trabajar y personal para pensar. Muy baratos los primeros -pero que aun así pueden vivir y mandar dinero a sus familias-; con sumas de postín para los segundos. En el plano deportivo, por ejemplo, el país fichó a Valero Rivera como entrenador de la selección nacional y agrupó para la causa a jugadores venidos de Serbia, Bosnia, Egipto, Montenegro... Incluidas estrellas de renombre como Daniel Saric. Había personal en las gradas para calentar algo los fríos pabellones, pero hasta se contrató una charanga española para que animara a los locales.

Es su primer gran evento, con unos 1.500 periodistas -pagado viaje y alojamiento-; y quieren asegurarse de que el mundo vea que pueden acoger el Mundial de Fútbol que les fue concedido en 2010 y hasta unos Juegos Olímpicos. Son quince días de apertura al resto del planeta. Por eso, el trato al periodista por parte de organizadores y voluntarios en las instalaciones es impecable. No obstante, también Doha esconde sus sombras y sus contrastes.

Es verdad que no sientes ningún tipo de inseguridad por la calle. Aunque pasees por unas aceras que todavía no están listas en una ciudad en la que todo el mundo va en coche, tan barato el combustible. Tanta es la sensación de seguridad que dos periodistas nos quedamos rezagados en una zona a las afueras de la ciudad y decidimos subirnos en el coche de dos desconocidos, egipcios, que estaban trabajando para la Copa del Mundo de fútbol como ingenieros, y que se ofrecieron a acercarnos. Algo que es muy posible que nunca hubiéramos hecho en España, ni solos ni acompañados. Ahí, en el asiento de atrás, la broma, claro, era que acabaríamos tirados en cualquier lugar del desierto. Pero no, en ningún momento hubo sensación de que fuera a pasar nada. Ni robos ni otras cosas.

Pero sí hay cierta sensación de que se te observa, somos exóticos, y se te mira con detenimiento, todo el tiempo. Sobre todo si eres exótica y no exótico.

Para este Mundial de Fútbol 2022 se recomienda no llevar faldas, vestidos o pantalones cortos por encima de las rodillas, camisetas escotadas y ropa ceñida para que no marque el cuerpo. En aquel 2015 avisan de que las mujeres debemos taparnos las rodillas y los hombros. No dicen nada de cubrirnos el pelo. Cumplimos las normas, por supuesto, ningún problema. Luego admitirán que se han aflojado un poco en estos días con tanto extranjero. Pero en la calle, fuera de la burbuja del balonmano, el burka o el chador (cara descubierta) es lo que más se ve, así que es hasta normal que seamos un poco el centro de las miradas al pasear por la ciudad. En especial cuando se me ocurre ir a un centro comercial cercano al hotel. El recepcionista me indica el camino; ya en la puerta, me pregunta: «¿Va usted sola?». Asiento entre la sorpresa y la duda. «Vale», me dice. Sigo sin saber si me lo decía por lo raro que es ver a gente pasear por las todavía inexistentes aceras o porque realmente voy sola. En el trayecto, las miradas hacia mí se multiplican. Soy lo exótico, claro.

Para nosotros, eran ellos y ellas. En otra excursión por el centro, acabamos en un parque. Al fondo, unos columpios. Dos niñas se divierten y compiten por ver quién llega más alto. Lo normal. Salvo que aquí, las niñas van tapadas de arriba abajo. Eran niñas, por los chillidos, por las risas, por la estatura. Allí debajo de una vestimenta de la que solo se intuían los ojos, encerrados tras una redecilla. Correteando alrededor, dos niños, quizá más pequeños: pantalones cortos y camiseta de manga corta. Varios de mis compañeros no lo acaban de entender. Las preguntas suceden: ¿lo llevarías?, ¿lo impondrías? Me falta información. Nosotros solo estamos de paso. Y toca aclimatarse a las circunstancias y las costumbres.

Las entradas a los pabellones, como en cualquier evento deportivo grande, son una lata. La cola, sacar el ordenador, enseñar la mochila... En la primera de ellas, cuando saco el ordenador de la bolsa, me frena uno de los guardias. Señala hacia otro punto de la carpa, sin mirarme. Bueno, es que no soy muy alta. No entiendo qué me quiere decir y le pregunto. Vuelve a hacerme el mismo gesto. Me doy cuenta de que tengo que pasar por la zona de seguridad de las mujeres, que está detrás de un murete. Allí, un par de chicas sentadas en unas sillas hacen como que me revisan la mochila y cachean sin demasiado interés. Nadie las ve.

Son pabellones a lo qatarí, enormes y con todo todavía por estrenar. Me pierdo en uno de ellos, con otro periodista francés. Le pregunto a un guardia -no un voluntario- si me puede indicar dónde está la sala de prensa. Pasa por mi lado sin atenderme ni mirarme. Será mi inglés, deduzco. Le pregunta el compañero francés. Se detiene, le indica, se va.

Tras terminar la jornada, una de las noches el grupo de periodistas decidimos ir a tomar algo al hotel de enfrente del nuestro. En la puerta, ya a punto de entrar, el de seguridad me frena. Ah, claro, tendré que enseñar el DNI, como en España. Pero parece que no es eso. Se dirige a mis compañeros: «¿Va con vosotros?», pregunta inclinando su cabeza hacia mí. Este sí me mira, y eso que mis compañeros son más y más altos. «Sí, claro, vamos todos juntos», le responden. Nos deja pasar, a mí también. Algo he hecho mal, pero no sé el qué. No me ha pedido el carné.

Es una de las sensaciones que se te quedan de esta ciudad. (En Qatar, en 2010, había un millón de habitantes; en 2021, son casi tres, de los que unos 700.000 son mujeres). Estás entre dos situaciones opuestas: observada e invisible. Y sientes que estás haciendo algo equivocado, todo el tiempo.

Mientras la zona financiera se mira con la boca abierta porque no alcanza el cuello para mirar hacia arriba, por el centro más antiguo se callejea por bares, restaurantes y tiendas en las que regatear y que uno de los compañeros describe así: «Parece todo un escenario de cartón-piedra». Acudimos a un restaurante, en el piso de arriba, junto a una mesa en la que comen un grupo de hombres. Cuando voy a pasar al baño, veo que las mujeres están fuera, en un balcón pequeño, con los niños. Luego me explican que primero comen ellos y después ellas. Luego me explican que, en una reunión de negocios, les costará dirigirse a una mujer, aunque sea la directora de la empresa.

Esto me lo cuenta Sandra, de los 6.000 españoles que había por aquí en ese 2015. Hay muchos que están encantados, como Carmen, por la seguridad, aunque confirman que su actividad diaria tiene pocas alternativas más allá de trabajo, paseos, playas -en las de los hoteles hay que pagar, en las libres no en todas puede usar el bañador europeo- y deporte; con zonas diferenciadas para hombres y para mujeres. Y otros españoles, como Sandra, que van tachando los días para el viaje de vuelta. Han venido a trabajar por los sueldos: un tiempo determinado, ahorrar y a casa. «La gente nos dice que qué buena aventura, y no, esto es muy duro. Yo estaba muy desubicada, las costumbres son muy distintas, saben que eres occidental y te tratan con cierta condescendencia, pero entre ellos, con las clases sociales, son muy estrictos. Para nosotras, si sigues unas normas, no hay demasiados problemas». Se relaciona solo con otros españoles; le pone nerviosa ver a las mujeres completamente tapadas, paso y medio por detrás del marido; o comer con el burka, levantándolo cada vez que tienen que llevarse la cuchara a la boca.

En Qatar está prohibido el alcohol, solo se vende de forma limitada y controlada. También para este Mundial de Fútbol se vigilará el consumo, aunque se venderá en los estadios, pero no se podrá salir con los vasos a la calle. Por supuesto, nada de ir borracho. Tanto en este 2022 como en aquel 2015, los hoteles eran espacios donde las normas se diluyen. En estos establecimientos sí hay alcohol, ninguna limitación, a precios de Doha. Una cerveza, unos 12 euros.

También en los hoteles se permiten ciertas licencias como las piscinas mixtas -el gimnasio sí está diferenciada-. Es el centro de reunión para los periodistas españoles antes de empezar la jornada. Todos, juntos, en bañador. Una mañana aparece una pareja. Él se baña. Ella se queda sentada en una tumbona, con burka. Siento que una de las dos está equivocada, quizá estemos las dos, ella con sus ojos y yo con los míos. Él se acerca hacia nuestra zona, me mira, niega con la cabeza, sale del agua y se marcha. Será el escándalo que montamos; los españoles, ya se sabe. La mujer sale también, paso y medio por detrás. Yo me quedo ahí, pensando que la equivocada soy yo.

El centro médico al que acompaño a un compañero es de ciencia ficción, tecnología y recursos por doquier. Mientras le hacen una radiografía, me siento en la sala de espera. Enfrente, cuatro o cinco hombres me miran. Uno de ellos saca un móvil y lo dirige hacia mí. Intuyo que soy tan exótica para ellos como ellos lo son para mí. Cuando salen mi compañero y el médico, que es también español, me explica: «Te has sentado en la sala de espera de los hombres, la de las mujeres está ahí detrás». Detrás de un biombo, unas sillas. «Female». Otra vez lo he hecho mal.

Una transgresión de una norma que no pasó de aquella foto. Pero hay una inquebrantable que marca la vida en Qatar: la homosexualidad está castigada por ley. Toda muestra de cariño en público está mal vista, y entre dos personas del mismo sexo es motivo de cárcel. Habrá que ver cómo se gestiona que los aficionados celebren los goles de su equipo con abrazos en la grada, sea hombre o mujer el que se siente en la butaca de al lado. En aquel 2015, las demás normas se habían relajado, y quizá por eso, el último día del torneo, una chica que trabaja de voluntaria en el pabellón donde se celebra la final se acerca a mí y me dice algo así como que lleva un par de días intentando hablar conmigo, que le parezco muy guapa. Se me cortocircuita el cerebro porque no acabo de entender que diga eso en un país que prohíbe la homosexualidad y lo diga a cara descubierta, lo único que no está bajo el chador. No sé si porque la memoria tergiversa y recrea los recuerdos con el paso del tiempo o porque realmente se me fundió el cerebro, le he preguntado por aquel episodio a un compañero que estaba conmigo en esa sala. Me lo confirma: «Sí, sí, lo recuerdo perfectamente. Que te ruborizó y bromeamos al respecto. Menudo país aquel». Doha y sus contrastes.