La luz de Ortega cegó hasta al presidente

No atendió a la petición en la primera faena, de correcto tono a un animal sosito y noble, y le negó la segunda oreja en la emotiva obra al cuarto, un manso con transmisión y flecos de genio. En los mismísimos chiqueros tuvo que plantear batalla al huido animal, al que de verdad dominaría en una serie por abajo sin más horizonte que su tela roja. Las manoletinas y el acero prendieron la chispa última. Con gesto de pocos amigos miraba Alejandro al palco cuando vio que le cerraba la puerta grande.

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Menos se hizo de rogar con Juan Ortega. Tan diferente su toreo, tan natural su aroma, como el café de Manizales a las siete de la mañana. La negra arena se salpicaba de torería en cada paso. Como en las chicuelinas de inmaculada belleza al bueno de Langosto, que honró con su clase a su famosa reata. El toreo tocaba entonces por alegrías. Sonreía la afición, que por un momento dejó de echar sal y vinagre a las recientes heridas. Aquella faena de exquisiteces en movimiento traía estampas añejas a la modernidad. Era la pieza de la distinción, la armonía que ningún otro torero ha logrado en esta feria sin Morante. Tan gozosa era la vida entonces que los dos pañuelos asomaron pronto por el balconcillo. Idéntico premio cosecharía Ginés Marín en una dispuesta y entonada obra al más encastado sexto, con el que se entregó hasta el espadazo final.

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