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Juan José Padilla: «Yo amo al toro bravo»

El héroe de Jerez se sincera con ABC en su último verano en los ruedos, donde está recibiendo un baño de masas de los públicos de España y Francia

Juan José padilla, en la plaza de toros del Bibio Damián Arienza

Andrés Amorós

En su anunciada última temporada en activo, Juan José Padilla está recibiendo el cariño y el respeto de todos los públicos. Es, ahora mismo, un claro ejemplo de ese heroísmo que el pueblo español ha reconocido siempre en los grandes toreros. Hablo con él en Gijón, donde va a torear, por la tarde. Son las diez de la mañana, acaba de llegar: ha pasado toda la noche viajando, desde El Puerto de Santa María, donde toreó –y cortó orejas– la noche anterior. Sólo ha descansado en el viaje en coche: unos minutos, para ducharse, y nos recibe, en el hotel. Después de una charla tranquila, nos vamos juntos hacia la cercana Plaza de Toros del Bibio: tardamos en llegar porque, a cada momento, le para alguien, para hacerse una foto con el ídolo. En la Plaza, le reciben con una ovación un grupo de chicos, a los que va a dar una clase de toreo de salón, en un acto organizado por la Fundación Víctor Barrio. ¿No le hace falta descansar, antes de la corrida? No le hace falta.

En la cabeza, descubierta, se advierte claramente el costurón de la última cogida. Se impone preguntarle, antes de nada, cómo se encuentra.

—Muy bien, gracias a Dios. He tenido ciertas molestias, algún latigazo, pero la evolución ha sido buena.

—Me han comentado que el toro le hizo algo así como algunos indios, en las películas del Oeste, al arrancarle un buen trozo del cuero cabelludo. ¿Se dio cuenta de lo que había pasado?

—¡Naturalmente! Noté el trozo de piel que me colgaba; lo sujeté, con la mano.

—A pesar de su experiencia, debió de ser un momento terrible.

—Yo estaba tranquilo. Lo que más me alarmó fue que escuché un griterío distinto al habitual, en una cogida: la gente estaba muy asustada. Para tranqulizarlos, no dejé que me cogieran en volandas, pasé a la enfermería andando, para que vieran que estaba bien. Fue muy aparatoso pero, gracias a Dios, no hubo una lesión interna, que hubiera podido ser terrible. Por eso pude reaparecer en Pamplona, pocos días después.

«La Fiesta está llena de héroes anónimos. Si me caso puede servir de ejemplo a alguien, me alegro mucho»

—Desde entonces, no ha podido calarse la montera.

—Los médicos me lo prohibieron: cualquier presión, en esa zona, me resultaría muy molesta.

—Yo me pregunté si reaparecería con la cabeza vendada, como tuvo que hacer una vez Espartaco, en Sevilla.

—Es verdad que, durante algunos días, llevaba un vendaje grande, que hubiera llamado mucho la atención. Alguien hubiera podido pensar que buscaba el aplauso fácil, la compasión: yo no quería eso, en absoluto. Por eso elegimos el pañuelo negro.

—Creo que acertaron . ¿A quién se le ocurrió?

—Lo decidimos entre el doctor Garcia Perla, mi hermano Óscar y yo. Fue una solución lógica y muy torera, porque evoca un poco a los toreros rondeños de antaño. Además, encaja perfectamente con lo del pirata… Por eso toreé con el pañuelo negro, en Pamplona y todas las tardes posteriores.

Juan José Padilla enseña a torear a unos niños Damián Arienza

—A lo mejor ya no puede volver a ponerse la montera, sigue con el pañuelo hasta su retirada.

—Es posible: el Destino, a veces, es muy caprichoso.

—Su última actuación, en España, ¿va a ser en la Feria del Pilar, en Zaragoza, donde sufrió el terrible percance del ojo?

—Todavía no está cerrado pero es muy posible y me ilusiona mucho. ¡Significó tanto para mí, aquel percance! Parecía que todo se acababa y fue al revés: se abrió, para mí, una nueva etapa, con la parte más amable de la Fiesta. Dios me ha regalado muchísimas cosas, desde entonces.

—A causa de ese percance, ¿cuántas operaciones ha sufrido?

—Más de veinte, durante la temporada, mientras seguía toreando.

—¿Le han quedado secuelas?

—Todo está muy mejorado: la simetría del rostro es casi total. Se mantiene el ruido constante, en el oído, pero me permite dormir. Me costó bastante volver a masticar, lo hago con la parte derecha. El nervio óptico estaba muy dañado pero, gracias al doctor Fernández Vega, con mucho trabajo, mido bien las distancias: ya se nota, en los pares al violín y al matar. Por el pitón izquierdo, a veces, le pierdo la visión al toro pero le hago una especie de radiografía mental, intuyo por dónde está pasando. Hay que apostar… Ninguno de los percances posteriores se debe a estas secuelas.

—No cabía imaginar una recuperación así.

—Es verdad. Yo pensé en volver a torear diez o doce corridas: ya llevo más de quinientas, después de lo de Zaragoza. Ésta ha sido la mejor etapa de mi carrera: he abierto la Puerta del Príncipe, he indultado un toro en la México… Y, sobre todo, he sentido un cariño del público excepcional.

«Voy a colgar el vestido de torear por propia voluntad. Gracias a Dios, no me ha echado el público»

—¿Cuántas cornadas ha sufrido?

—Treinta y nueve. De ellas, siete, muy graves. Pero el trabajo siempre tiene su recompensa. Y, en el toreo, el sufrimiento es parte de la gloria. Hace falta, eso sí, mucha entrega y mucha pasión, todas las tardes…

—Me decía Marcial Lalanda que los toreros no se retiran: los echa el público. En su caso, no ha sido así. ¿Por qué y cuándo decidió retirarse?

—Bajando de Zaragoza, el año pasado: llevaba tres temporadas siendo el líder del escalafón. Era consciente de lo que me ha regalado la profesión, no puedo pedir más a Dios. Llevo ya veinticinco años de alternativa: ¿qué mejor ocasión? Se lo comuniqué a mis apoderados, Diego Robles y Toño Matilla; me aseguraron que podría seguir toreando cincuenta corridas al año pero he preferido irme en este momento, cuando todavía disfruto, en la cara del toro. Voy a colgar el vestido de torear por mi propia voluntad; gracias a Dios, no me ha echado el público.

Padilla, durante la entrevista

—La temporada está saliendo de maravilla.

—Estoy teniendo suerte: me están embistiendo los toros, en las Plazas importantes. Me llena de felicidad dejar un buen recuerdo.

—La tarde de Pamplona fue excepcional.

—Cuando escuché los gritos, «Padilla, ¡no te vayas, quédate!», me llegó al alma: me quería morir, de la emoción. Siempre he tenido una relación especial con ese público pero lo de esa tarde fue único. Hasta la una de la mañana no me quité el vestido de torear, en el hotel, con mi familia.

—¿No le tentó retirarse, esa noche, en la cumbre?

—Sí se me ocurrió pero hay que ser serio, cumplir los compromisos profesionales, usar la cabeza, no sólo el corazón.

—También le han ayudado sus creencias religiosas.

—¡Mucho! Soy un hombre de fe. Creo que estamos en las manos de Dios. Acepto con humildad los percances.

—¿Qué queda hoy de aquel «Panaderito», que repartía las barras de pan por las calles de su pueblo?

—¡Todo! Yo sigo igual, no he cambiado. Ya tenía entonces mi carácter extrovertido, divertido. Si alguien me llama ahora «Panaderito», me llega al corazón.

—Aquel chico, ¿quería ser torero por el dinero?

—Nunca busqué eso, en primer lugar. Me acercaba a los maestros del toreo, les tocaba el vestido, los idolatraba. Veía, en ellos, grandeza, categoría, personalidad… Para mí, eran dioses.

«Dios me ha regalado muchas cosas desde el percance en Zaragoza»

—A pesar de todos los percances, no le guarda rencor al toro.

—¡En absoluto! Yo amo al toro bravo, convivo con él. Hay que ir al campo, verlo, admirar su solemne belleza, tenerle respeto…

—Tanto sufrimiento, ¿ha merecido la pena?

—¡Sin duda! Agradezco muchísimo el respeto y el apoyo de todos los profesionales y de la sociedad, en general.

—¿No sentirá el vacío y, como tantos diestros, querrá volver?

—Estoy convencido de que no. Me ilusiona estar con mis familiares, hacer otras cosas. Hay que aceptar que la vida tiene sus etapas. Eso sí, estaré siempre dispuesto a hacer lo que pueda por el toreo: ¡le debo tanto! Lo que ahora pretendo es terminar bien la temporada y mi carrera; el año que viene, será lo que Dios quiera.

—El pueblo español siempre ha visto al torero como un héroe: así lo ve ahora a usted.

—Lo agradezco, claro, pero estoy convencido de que la Fiesta está llena de héroes anónimos. Si mi caso puede servir de ejemplo a alguien, me alegro mucho. El torero, como el toro, se crece en el castigo. Quisiera transmitir que, con honradez y esfuerzo, todo se puede conseguir: si caes siete veces, hay que levantarse ocho.

Como torero y como persona, Juan José Padilla sigue de pie.

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