Custer y Toro Sentado: dos cabalgan juntos… pero no revueltos
La banda ensayaba “Barras y Estrellas”. Los fuegos artificiales iluminaban la noche, y los norteamericanos se echaban por miles a la calle para celebrar el centenario, para celebrar el progreso, y recordar a Washington, a Franklin, a Jefferson, incluso al francés amigo, Lafayette.
América era ... joven, pero ya tenía a la espalda un hermoso y a menudo heroico pasado. Todo era alegría, canciones patrióticas, zarzaparrilla y bourbon en las Trece Colonias. Los yanquis soplaban las velas de su primer siglo, sin saber que lejos, muy lejos, allá en la frontera del Lejano Oeste, en las Colinas Negras (entonces Montana, hoy parte de Dakota del Sur y Wyoming) los pieles rojas de Caballo Loco y Toro Sentado habían llevado a cabo una terrible escabechina entre los casacas azules, tan sólo ocho días antes, el 25 de junio.
Leyenda e historia
El general Custer, aquel centauro de Ohio, y el Séptimo de Caballería habían sido diezmados por los indios en Little Big Horn. Aquel hito (aunque desastroso) de la historia estadounidense, recreado en películas (quién no recuerda a Errol Flynn, melena al viento, al galope, en “Murieron con las botas puestas”, de Raoul Walsh), en libros (magnífico, por ejemplo “La marcha al Valhalla", de Michael Blake, Ed. Martínez-Roca), en canciones, en souvenirs, es revisitado ahora por Nathaniel Philbrick en “The Last Stand: Custer, Sitting Bull, and the Battle of the Little Bighorn”, quien se acerca a la leyenda pero sin olvidar la verdadera historia, tal y como publica The Times. Páginas adornadas en oro por la mitología popular, cuando, como sugiere Philbrick, no era oro todo lo que pareceía relucir en esas remotas tierras aquel día de verano.
Custer ni siquiera era general, realmente su cargo era el de teniente coronel, y su paso por West Point había sido penoso, aunque siempre fue un excelente jinete
Enfrente, el Séptimo de Caballería también tenía a dos hombres del pasado. Caballo Loco y Toro Sentado. Dos tipos duros de la Nación India que no querían ni hablar de pactos ni de reservas. Para ellos, las Colinas Negras eran sagradas, intocables, la esencia de su pueblo. Caballo Loco era un valiente jefe militar. Toro Sentado, un ideólogo, la piedra filosofal, el depositario de las creencias seculares, alguien que aún soñaba con la permanencia de un mundo de búfalos (ya en total extinción), exterminados por los winchester de los blancos), de praderas, de nomadeo, sin la presencia terrible y endemoniada del Caballo de Hierro, el ferrocarril. Pero Toro Sentado acabó muriendo en una reserva tiroteado por un policía indio. Antes, había sido paseado por toda América como un figurante del show de Buffalo Bill. Fueron dos hombres y un destino, el destino, a sangre y fuego, de la forja de Norteamérica.
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