LIBROS
El siglo de Ida Vitale: «Desearía morirme de golpe, pero no debajo de un autobús»
A estas alturas, la vida (V)
En unos meses cumplirá cien años, pero aún mantiene la mirada curiosa de los niños, es decir, de los poetas. La última representante de la Generación del 45 repasa su vida en una conversación llena de humor
Luis Mateo Díez (I): «La nostalgia es un sentimiento endeble»
Álvaro Pombo (II): «Esto es Occidente, un muro de individualismo y confrontación»
Alberto García-Alix (III): «Nunca he podido evitar la pulsión de saltar al vacío»
Eduardo Mendoza (IV): «Mi carrera ha terminado»
Madrid
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Iniciar sesiónA estas alturas no se sabe si es una mujer o ya es un mito, del mismo modo que a cierta hora el amanecer es indistinguible del anochecer, y en esa duda, en ese misterio, ella no para de reír. Ida Vitale (Montevideo, 1923) ... camina a pasos cortos pero ágiles. Aparece en la Residencia de Estudiantes de Madrid con el periódico bajo el brazo, después de un desayuno tardío: los mejores. Antes de sentarse a charlar hace muchas cosas. Mira por la ventana y dice: «Esa cúpula me tiene intrigada». Luego echa la vista al suelo: «Qué curiosa esta alfombra, es como un alfabeto». Al posar para las fotos avisa: «Solo produzco monstruos». Y es todo así, sin tiempo ni para coger aire. «Es que es rarísima, la alfombra».
Ida Vitale, la humilde incertidumbre
Diego DoncelLa voz más misteriosa de la Generación del 45. Dio una vuelta de tuerca a la tradición
Tiene noventa y nueve años, quién lo diría, pero le queda la mirada asombrada de los niños, que es la de los poetas. No le gusta presumir ni de historia ni de méritos ni de conocimientos: solo hace gala de su humor, que también le sobra. Vitale, última representante en la Tierra de la Generación del 45 (la de Benedetti, Vilariño, Onetti, etcétera), premio Cervantes, Reina Sofía y tantos otros, pasea por el siglo que lleva dentro igual que por un paisaje, comentando detalles y admirando el panorama. No tiene pena, o no la muestra, sí mucho agradecimiento (lo repite a cada poco, «tuve la suerte de…»). Podría pensarse que en algún momento pactó con el diablo la vida eterna. Pero no. Ella pactó con la primavera.
A veces tose y se disculpa: «Estoy hecha una ruina». Y sabe que es mentira.
—¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
—Yo la consideraba aburrida, la infancia, pero puede ser que eso me llevara a lectura, como a cualquier niño. Lo que más me gustaban eran los libros de hadas: a cierta edad no nos atrae la literatura realista. Aunque bueno, duró poco esa manía por suerte. Me hubiera ido mal en la vida si hubiera seguido teniendo ese enfoque.
—¿Se le acabó pronto la fantasía?
—El Uruguay no era un país para mantenerte en ese clima [deja un silencio]. En casa había muchos libros. Mi dormitorio había sido el dormitorio de una tía mía que había muerto, y de la que tomé el nombre. Ella era muy lectora, y yo leí todos sus libros, aunque no eran para mi edad [otro silencio]. Descubrí algunas cosas que me duraron. Tolstoi, por ejemplo. O 'Las mil y una noches'. A veces no entendía, porque lo que leía no era para mi edad, pero nunca pensé que estaba mal equivocarme. No había mala literatura en casa. Eso fue una suerte. La mala literatura me la conseguí yo después. Por mis propios medios [y ahora ríe]. Leí bastante, tanto que llevo lentes desde creo que los nueve años.
—¿Se gastó la vista?
—Es que yo tenía la mala costumbre de leer cuando me mandaban dormir. Había una luz pobre en el cuarto. Se suponía que tenía que estar durmiendo, pero yo leía debajo de la sábana. Creo que eso fue una de las cosas que me complicó la vida.
—¿Y cuándo empezó a escribir?
—Ay, no sé, supongo que fue cuando en el liceo nos hablaban de la gente que escribía y yo consideré que eso formaba parte de las obligaciones [suelta una carcajada]. No sé, no sé realmente.
—En 1974, durante la dictadura de Uruguay, se exilió a México.
—Era un país al que me tentaba. Pero bueno, la vida en general no es por lo que a uno le guste o no le guste, sino porque se dan ciertas circunstancias. Fue un embajador cordial el que me posibilitó la vida en México. Y fue muy importante para mí. Descubrí un mundo realmente integrado, grande, lleno de posibilidades. Era un país con muchos problemas, y los sigue teniendo, pero tiene una cultura… Tuve la suerte de caer en el ámbito de Octavio Paz, que era estupendo. Era un hombre muy amplio, que no despreciaba nada, a pesar de que el mexicano es muy nacionalista y cree vivir en el mejor país de América [y vuelta a reír].
—¿En la vida pesan más las circunstancias que las decisiones?
—Uno siempre entra en la vida por un caminito ya hecho, ¿no? Todo fue normal, pero siempre hay un momento en que hay algo que nos tienta a salir [y hace una pausa para cambiar de tema, pero no del todo]. Yo tenía a tres cuadras de mi casa la Biblioteca Nacional de Uruguay. Iba siempre a pedir novelas. Pienso mucho en que si no hubiera vivido a tres cuadras de la Biblioteca Nacional, si hubiera vivido en otro barrio, mi vida hubiera sido distinta… Fue una suerte. También vivía muy cerca del Paraninfo. Y allí siempre había algo: conferencias, lecturas, conversaciones. En ese momento era la guerra en Europa, y había mucha gente que estaba viniendo. Me acostumbré como rutina a salir de casa e ir a la conferencia del día. Fue una especie de escuela paralela. Yo disfruté de mucha libertad por ese lado, porque ni había mucho tiempo para ocuparse de mí ni yo despertaba inquietudes así especiales.
—Juan Ramón Jiménez fue uno de sus maestros. Leyó y aplaudió sus primeros poemas.
—Nosotros vivíamos mirando mucho para España en lo literario, quizá el problema del Uruguay es que se miraba poco para adentro, aunque tampoco es mala actitud para un país, aprender de afuera... Uno aprende imitando. La poesía uruguaya estaba representada por Juana de Ibarbourou, que no es despreciable pero bueno, tampoco era un modelo a seguir. En aquel momento para mí Antonio Machado era el máximo. A Juan Ramón lo leí después. Y sí, su presencia fue muy importante, pero creo que era un maestro involuntario. Sospecho que le aburría mucho tener mucha gente joven alrededor. El pobre debía estar un poco harto de todos nosotros, pero es que atraía a un montón de gente. Era maestro a pesar suyo. Y era un hombre muy formal, como de otra etapa. José Bergamín, en cambio, fue mucho más próximo a nosotros.
—Bergamín le escribió esto en 1947: «Das fuego a sombra / en la ceniza llama / las sombras iluminas / verde rama».
—Era una persona realmente encantadora, nos hablaba mucho de cosas de las que no sabíamos nada, no solo españolas sino de cultura general. Fue un hombre que llegó solo al Uruguay, no sé por qué motivo, y entonces se sintió quizá un poco protegido o amparado por sus alumnos. No era para nada un maestro muy formal. Todo lo contrario. Él nos acercó de golpe a su generación [la del 27]. Era estupendo, porque además tenía mucho sentido del humor.
—En su discurso del premio Cervantes dijo que el humor era lo que le había atraído al 'Quijote'. Ese humor que, por cierto, había echado en falta en la 'Divina comedia'. ¿Sigue buscando eso?
—Bueno, supongo que en la vida es bastante importante tener un poco de sentido del humor, ¿no? Da sentido del aguante. Sobre todo a cierta edad.
—¿Qué le sigue aportado la poesía en su vida?
—¿La mía?
—Sí.
—¿A mí? Trabajo [y ríe].
—Aún sigue dando recitales, aún sigue yendo a actos públicos, se mueve mucho. ¿Nunca ha querido parar?
—No, no. Además, en Uruguay los escritores no hacemos vida agitada. Para nada.
—Por cierto, usted creció muy cerca del mar.
—Uy, a dos cuadras [ríe], aunque no me meto mucho. Eso sí: es una circunstancia democrática, porque el mar es una cosa para ricos y para pobres. Pero yo sentía que no hubiera bosque en Uruguay, porque en la literatura siempre me encontraba los bosques y luego no los veía... No, no somos un país de muchos pájaros o animales muy curiosos, todo es normal. Es un país a la medida infrahumana. Vas a Argentina y todo es más pomposo. Aunque lo que ellos tienen que les envidio es Borges.
—¿Le admiraba?
—Era un encanto de persona. Me acuerdo que una vez… Yo era una chiquilina, y Borges venía muy a menudo a Montevideo. Una día me lo encontré mirando una vidriera, pero era una vidriera que podía ser de una ferretería o de una mercería. Y yo pensaba: qué raro, ¿qué estará mirando ahí? Entonces me acerqué y le dije: perdón, Borges, ¿usted está perdido? No, no, dijo Borges, muy seguro. ¿Usted quién es? Y le dije: yo no soy nadie, pero sí sé quién es usted y pienso que quiere ir a algún lado. No, no, no, estaba caminando. Finalmente me explicó que quería ir a caminar por el paseo marítimo, pero estaba como a ocho cuadras de allí, lejísimos. Me preguntó si lo quería acompañar, pero yo era idiota, como corresponde a esa edad, y me fui [y termina la anécdota con una risa]. Creo que Borges ha sido muy singular en América. Siempre me dio la sensación de ser un escritor modesto, de un escritor que no se cree llamado a resolver el mundo. Quizá esa sea la clave de Borges.
—Ida, ¿usted aún escribe?
—Ya muy poco. A veces anoto algo, pero estoy en la etapa que me gusta más leer… Me hubiera gustado hacer una novela, porque me gusta mucho la prosa, pero por suerte no no me empeñé [ríe]. A mí siempre me atrajo mucho la prosa. No fui una lectora precoz de poesía, ni mucho menos.
—¿Y cómo entró a la poesía?
—Ay, supongo que por la escuela. Ahí te zampas eso que las maestras consideran poesía… Aunque en casa había libros de poesía, y como era familia italiana leía a Ada Negri. Tuve la suerte de tener una excelente profesora de italiano. Pobrecita, me acuerdo que el primer día que apareció venía directamente de Europa en plena guerra. Era una mujer mayor, pero de una concentración… En un año me llevó a leer en italiano. En cambio tuve una mala profesora de inglés. Era horrenda. Ni siquiera me atrajo la lengua que hablaba. Y eso me marcó.
—Le cito: «No necesito más que una biblioteca y un aeropuerto para sentirme en casa».
—Bueno, supongo que he aprendido a conformarme [ríe]. Me gusta mi vida, no me molesta estar sola y leer. Y tengo a mi hija, que es estupenda y me ayuda mucho.
—Sabe que su salud es ya legendaria, ¿no?
—Estoy bien para estar cerca de los cien, sí. Pero a veces me canso un poco. Una se acostumbra a moverse mucho y después cuando se queda quieta lo extraña. Pero en realidad eso es lo normal: estar quieta y tener tiempo de leer, por lo menos [y vuelve a recordar]. De adolescente tuve problemas pulmonares, pero después en general he tenido una salud normal.
—Y mejor que normal.
—Bueno, porque me acostumbré siempre a no depender de que me hicieran las cosas. Así como leía lo que me gustaba y no lo que me decían, también me acostumbré a moverme para donde podía.
—¿Qué echa de menos a estas alturas?
—¿Qué es lo que extraño? No sé. Quizá, como me formé acostumbrándome a tener buenos maestros, quizá me gustaría seguir teniendo un buen maestro. No sé, también me acostumbré a no pensar en extrañar, sino en agradecer… Había un buen grupo en el liceo de compañeros, pero han tenido menos suerte con la vida.
—Habla mucho de la escuela… ¿Es usted nostálgica?
—Supongo que sí, un poco, ¿quién que no? Pero supongo que como soy optimista también trato de no demorarme mucho en las nostalgias. Siempre hay cosas. Gente que se muere, profesoras que dejamos de tener, amigos que se fueron… Además, Uruguay es un país muy con mucha movilidad. Mucha gente se fue, lógico. Para empezar me fui yo. Cuando vuelvo a Montevideo me siento un poco sola, creo que de mi generación no quedan muchos vivos [está en lo cierto, por desgracia].
—En noviembre cumplirá cien años. ¿Le da vértigo?
—No, no, no. Ya sé lo que viene después. Y estoy preparada. Desearía morirme de golpe, claro está, pero no debajo de un autobús… Aunque no pienso en lo que va a pasar. Lo que va a pasar va a pasar aunque yo lo piense. Como decimos en Uruguay, para qué voy a gastar pólvora en chimango [otro silencio]. ¿Acá no se dice?
—No.
—Gastar pólvora, que es valiosa y cara, en chimango, que es un pájaro de poca entidad.
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