POR LAS DUDAS
Progreso
Un nuevo relato de Elvira Navarro. Su protagonista se desconecta de la Red. ¿Qué le sucederá?
Otros relatos de Elvira Navarro
Elvira Navarro
Me había inscrito en el retiro porque me pasaba doce horas conectada. Recibía felicitaciones y puntos por el buen uso que hacía de los programas, pero yo sentía que mi vida estaba dirigida por algo ajeno a mi voluntad y a mi deseo. El día ... que entré por primera vez en la Zona Oscura me salió un aviso de que me quitarían cien puntos. Me dio igual: tenía acumulados más de quinientos para gastarlos en malas acciones. Enseguida vi el anuncio del retiro. Yo creía que aquellos retiros eran una leyenda. «Tres meses sin conexión, una experiencia como la de tus tatarabuelos, ¡LA EXISTENCIA REAL Y AUTÉNTICA!», decía la publicidad.
Soñé durante días con esas letras mayúsculas, con lo que podían significar, hasta que ingresé de nuevo en la Zona Oscura—en esta ocasión fueron doscientos puntos los que perdí, y la advertencia sonó a amenaza: a la tercera sería infracción grave y eso conllevaría una «visita» a un campo de reeducación—. Por si acaso, me descargué toda la información.
Tras leerla, me figuré que la desconexión se realizaba en un extraordinario valle de noches limpias y frías, una región del aire, un paraíso silencioso y vegetal. A las dos semanas, me planté en la estación de teletransportes. Solo era posible llegar a una aldea en la que no había más de una veintena de casas viejas. Allí aguardaban cincuenta personas. Nos habían dado indicaciones de no hablar entre nosotros y esperar hasta la noche, así que nos paseamos en silencio, bajo la mirada extrañada de unos locales, quizás campesinos —me costó acordarme de esa palabra— sin chip. Teníamos instrucciones de no hacer búsquedas sospechosas y no pedí a la CosmoRed que verificara si aún existían los campesinos. Aquella gente que nos observaba ir de un lado a otro en silencio exhibía en sus rostros unas expresiones brutales, salvajes, y por primera vez dudé de mi decisión. ¿Vivir esa vida real y auténtica, sin conexión, te llevaba a ser como quienes nos miraban desde una desconfianza obtusa? Dicho de otro modo: sin chip, ¿perdería parte de mi inteligencia y mis cualidades morales, o acaso sólo estaba siendo prejuiciosa?
Aquella gente exhibía en sus rostros unas expresiones brutales, y dudé de mi decisión
Al anochecer, vino un autobús a recogernos. Me sorprendió lo aparatoso que era. Llevaba sin ver autobuses desde mis siete años, y los recordaba más ligeros y aerodinámicos. Antes de subir, una mujer nos apuntó uno a uno con un aparato de láser que quemó nuestros chips. Noté un ligero ardor en el cogote, y luego una sensación fría y viscosa, como si alguien derramara yogur helado sobre mi cabeza. Por primera vez en veinte años, me encontraba fuera de la CosmoRed. Había fantaseado muchas veces en cómo sería estar al margen, pero solo sentí el mencionado escalofrío y cierta incredulidad que me condujo a buscar información. Como estaba desconectada, no me llegó ningún dato.
—¿Qué tal te encuentras? —me preguntó el hombre que iba sentado a mi lado.
—Todavía no lo sé —le respondí.
Frente a nosotros, una mujer lloraba en silencio, y aquello fue lo que más me sobrecogió.
La carretera subía locamente hasta atravesar un macizo de montañas peladas. Luego descendía en línea recta. El conductor, que sólo contestaba a nuestras preguntas con gruñidos renqueantes, apagó el motor poco antes de la mitad del camino, y aquel trasto se deslizó cuesta abajo hasta detenerse a escasos metros de una ermita. Le preguntamos por dónde continuar; el hombre nos señaló una senda que se perdía tras unos matorrales. Todo recto, sin desviaros nunca, dijo.
Debía de ser ya de madrugada, no podíamos saberlo porque ya no había manera de obtener datos, y avanzábamos descubriendo formas inquietantes en el suelo de tanto forzar la vista para no resbalar. Había luna, pero su luz no era suficiente. Dejamos atrás un bosque, luego un llano y, más tarde, las ruinas de una ciudad. Ya eran muchos los que se lamentaban de haberse apuntado a aquel retiro, a pesar de que todo lo que veíamos estaba descrito con precisión en las instrucciones que nos habían dado. El lugar era secreto, pues de otra manera no podían garantizar nuestra seguridad.
Llegamos tras caminar muchas horas, o eso nos parecía. Yo estaba eufórica. No había sentido apenas hambre ni sed, y la decepción del principio se había convertido, conforme fue imposible saber dónde nos encontrábamos, en una sensación de libertad bestial, narcótica.
Al entrar en el recinto amurallado, unos bellos pabellones me deslumbraron, y también la sonrisa hospitalaria y entregada de quienes nos recibieron. ¡Aquella hermosura y bondad se debían a la desconexión! Me sentí exultante. Hasta que no nos llevaron al comedor, no me di cuenta de que allí todos lucían en la sien la cicatriz de inserción de un nuevo chip y de que, probablemente, me encontraba en uno de esos campos de reeducación donde incluso en sueños se impide la desconexión, lo cual te aniquila con una sonrisa de estúpido.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete