EN perspectiva
Un oficio de alto riesgo
No entiendo por qué tanta gente quisiera ser escritor/a. Hoy hay cientos de talleres en todo el mundo. Yo, que llevo treinta años en ello, querría disuadirlos
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Iniciar sesiónNunca he entendido cómo alguien quiere ser presidente, un oficio que envejece, expone al escarnio y al odio, y termina en fracaso el 80% de las veces. Tampoco entiendo por qué tanta gente quisiera ser escritor o escritora. Hoy hay cientos de talleres en ... todo el mundo donde personas de todas las edades aspiran a escribir un libro que les permitirá dejar su mundo de relativas certezas y lanzarse a ser escritores.
Yo, que llevo treinta años en ello, querría disuadirlos de ese sueño y mostrarles de qué magnitud es el pozo de infinitas incertidumbres y dificultades que los espera, pero sé que una vez nos pica ese bicho infernal de la pasión por la escritura, nada ni nadie puede disuadirnos de nuestro empecinamiento fervoroso.
Cada vez que a mi cabeza llega la idea de una posible novela entro en pánico, porque sé, primero, que se me convertirá en obsesión irremediable, y, segundo, que serán, cómo mínimo, doce meses de lo que yo llamo trabajos forzados. Si no diez años. Porque una novela no sólo se escribe en horas infinitas frente al computador, sino en la ducha, mientras nos transportamos, y hasta en sueños, donde el inconsciente muchas veces obra el milagro de desatar nuestros nudos. (La poesía no nos esclaviza de la misma forma, pero sus dificultades, aunque distintas, son también inmensas. Pero ese sería el tema de otro escrito).
Y sin embargo, a ella nos entregamos en cuerpo y alma a pesar de que, óigase bien, al mundo no le hace falta esa novela, que será, como dice Borges, apenas una cosa más que añadimos al mundo. Una obra que nadie nos demanda, como se demanda algo al herrero, al arquitecto o al abogado, sino que obedece tan sólo a nuestro propio mandato, a nuestro capricho, a nuestro libre albedrío.
Ya en acción —como dijera Wislawa Szymborska en su discurso de aceptación del Nobel— al escritor lo veremos en una actitud que no emocionaría a ningún espectador, si es que fuera llevada al cine: mirando fijamente la pantalla, escribiendo una frase, borrándola luego, y en silencio, ensimismado, esperando a que su cerebro encuentre la palabra justa, y así, por horas y horas. Él mismo se pone los límites, se dicta las reglas, dispone la extensión, el tono, el ritmo, y decide cuando pone el punto final. La batalla ha terminado.
Ahora tendrá que esperar que un editor —y ellos casi nunca tienen prisa ni tampoco compasión— diga si le gustó o no, si es que lo dice. Si se pasa la primera prueba — aleluya— faltará la segunda: que al «desocupado lector» del que habla Cervantes le guste la novela que por alguna razón adquirió. Y la tercera: que un crítico no la destruya de un plumazo. Pero una vez terminada, el escritor no estará en casa, o frente al mar, reponiéndose de sus esfuerzos, sino dedicado a la promoción del libro.
Quizá encuentre auditorios semivacíos, quizá algún periodista le pida que le resuma la obra, tal vez, muerto de cansancio, termine escribiendo las mismas chorradas en las dedicatorias, pero a él no le va a importar, porque ya estará invadido por la idea de otra novela, y deseando ardientemente volver a sentarse a ejercer el que le parece el oficio más bello del mundo.
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