Juan Muñoz, una presencia ausente

Acaso la obra de este lúcido artista no fuera otra cosa que una suerte de rizoma, por emplear ese término que Deleuze y Guattari pusieran en relación con la meditación de Bateson sobre el 'double bind'. No era tanto una encarnación por medios de estatuas inquietantes, de la esquizofrenia, cuanto una suerte de cuestionamiento de los modelos de la representación a través de escenas de un paradójico teatro en el que lo decisivo puede ser la expectación y el silencio.

En toda la obra de Juan Muñoz, como James Lingwood apuntara, existe siempre el sentimiento de que alguien o algo se ha ido. Tristemente, quien se fue hace más de veinte años fue ese artista que estaba obsesionado por el muñeco del ventrílocuo o por el enano velazqueño, el tambor atravesado por unas tijeras o unas los balcones en los que nadie tiene tiempo para asomarse.

Desde su primera exposición en 1984 en la galería Fernando Vijande, Muñoz demostró que no iba a transitar por las estéticas imperantes en el postmodernismo ni tampoco estaba dispuesto a reformular la ortodoxia de la abstracción modernista. Su planteamiento 'figurativo' y su pasión de narrador tenían algo de coraje intempestivo, aunque también encontró cómplices en artistas como Thomas Schütte, Kiki Smith, Tony Cragg, Paul McCarthy o Robert Gober que combinaron lo grotesco con lo siniestro.

Manuel Segade vuelve a poner en escena obras de Juan Muñoz, asumiendo el desafío de montar piezas que, por invocar a Pirandello, ya no pueden buscar a su autor. Recordemos que entre 2008 y 2009 se presentó una impresionante retrospectiva de este creador en la Tate Modern, el Museu Serralves, el Guggenheim de Bilbao y el MNCARS y, hace muy poco se pudo en el Patio Herreriano de Valladolid una ajustada selección de algunas de sus obras. Todas estas revisiones, lo que revelan es que Muñoz tiene ya algo de 'clásico', esto es, nos interpela y demanda nuevas interpretaciones: su enigma sigue vivo.

En la Sala Alcalá 31 se ha vuelto a montar la mítica instalación de 'Plaza' (1996) que transformó totalmente el Palacio de Velázquez convirtiendo al espectador en un 'voyeur' de unos 'chinos' que parecían estar disfrutando de divertidas conversaciones. El espacio está sometido a reflejos especulativos, 'oscilando entre la realidad y la ficción', dejándonos hechizados en la contemplación de ese trapecista que consigue sujetarse con la boca. Ese era, metafóricamente, el riesgo que afrontaba Juan Muñoz: moviendo los labios para atrapar nuestra mirada, sugiriendo que algún diálogo inaudito estaba a punto de iniciarse.

«El arte de Muñoz –advierte Searle– participa de cierta concepción de la presencia y se preocupa de lo que el presente pueda significar. Para él, el arte tenía que ver con la persistencia, con la desaparición y con la mutabilidad». Los 'Dos centinelas' sobre suelo óptico (1990) que abren la exposición, de título 'Todo lo que veo me sobrevivirá', parecen demandar una 'mirada vigilante' antes de iniciar el asedio a 'Plaza'. No podemos olvidar que para Muñoz la mejor escultura es un caballo de Troya, un ardid de Odiseo que consigue lo que no pudo la violencia heroica, pero también la más impresionante materialización de un 'regalo venenoso'.

«Me doy cuenta de que hace meses que no me he parado a mirar el cielo», escribió en uno de sus últimos cuadernos de notas. Adrian Searle menciona esa frase y también comenta que en el estudio de este artista se encuentran atadijos y carpetas con multitud de escritos y materiales visuales de apariencia azarosa y desconcertante: «Si abrimos alguna de las carpetas, salen postales de peluqueros callejeros, dibujos de carpinteros y de vendedores ambulantes marroquíes, instrucciones para hacer trucos con naipes, fotocopias de antiguos certificados de patentes, fotos de boxeadores ensangrentados y derrotados y de mujeres tatuadas. También hay varios reportajes y fotos de prensa sobre choques de trenes y accidentes automovilísticos».

Juan Muñoz conseguía trenzar lo heteróclito en sus relatos neobarrocos que tienen también una peculiar tonalidad borgiana. Parece ser que tenía en su estudio un cartel de un actor de Hollywood, pistola en mano y con la ceja sangrando, sobre el que había colocado un post-it con una cita de Ana Ajmátova: «Más que yo vivirá lo que aquí vive». Los trucos de magia de este artista siguen poniéndose en escena, su inquietante 'teatro' no baja el telón. La vida de estas obras es una tensa presencia ausente.