A LA SAZÓN

El retorno de la vida buena

Reducirla a prosperidad y buena salud es malentenderla, pues no faltan vidas opulentas que jamás llegan a sentirse moradas por sí mismas

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El filósofo alemán Theodor Adorno (1903-1969) ABC

La vida errónea no puede ser vivida correctamente. Eso decía en su 'Minima Moralia' el severo Adorno, siempre atento a las zonas en sombra de la modernidad tardía. Quizá no llegó a precisar en qué consistía eso de «la vida errónea» porque barruntaba que, ... con el correr del tiempo, sus rasgos serían bien conocidos.

A la movilidad descendente, la precarización y el empobrecimiento acompaña un ablandamiento, cuando no franca disolución, de las normas de reciprocidad que sostuvieron el pacto de posguerra. Llamarlo neoliberalismo sería acogerse a una fosilizada hipóstasis que no da cuenta de una realidad más movediza de lo que querríamos. Se han desbaratado los modos de vida que nos daban andamiaje y nombre, desclavando, tabla a tabla, el entarimado que creíamos firme bajo los pies.

Así y todo, el verdadero nervio filosófico del siglo XXI no consiste en inventariar los desperfectos de tal vida errónea, sino en responder a la pregunta que Adorno dejó botando en el tejado de nuestras entendederas: ¿qué es hoy una vida buena? Reducirla a prosperidad y buena salud es malentenderla, pues no faltan vidas opulentas que, como casonas lóbregas, jamás llegan a sentirse moradas por sí mismas.

A lo largo de este cuarto de siglo han regresado cuestiones como la autonomía, el reconocimiento o los cuidados

Lo evidente, a estas alturas, es que la vida buena no cabe en la angostura de lo meramente individual; de nada sirve hablar de «valores» escamoteando los vínculos entre las personas. La vida buena, si es tal, solo arraiga en el humus compartido.

A lo largo de este cuarto de siglo han regresado cuestiones como la autonomía, el reconocimiento o los cuidados, relegadas durante años por el embeleso tecnocrático; nos recuerdan que ninguna vida buena logra cuajar sin una comunidad que le otorgue nombre y cobijo. La libertad, dejada sin lumbre ni acompañamiento, acaba por resecarse como la cera fría.

Si la vida buena, como el ser aristotélico, se dice de muchas maneras, también son muchos y variados los escollos que impiden su florecimiento. Unos ven en el precariado una casta de equilibristas sin red y otros describen una sociedad de individuos atómicos que, libres de capataz, se flagelan a sí mismos.

Pero casi todos convienen en que una existencia dichosa tiene menos de jardín zen para guerreros solitarios que de empresa coral. Quizá sea esta la mayor enseñanza de nuestro tiempo: que la vida buena solo es posible cuando deja de ser un asunto privado.

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