EN EL CENTENARIO DE la muerte de COnrad

Doblemente extranjero

El exigente Conrad tuvo hasta el fin de sus días un fortísimo acento extranjero en la lengua que, como escritor, llegó a dominar mejor que nadie

Sobre hombres y barcos, por Arturo Pérez-Reverte

El horror, por Rodrigo Cortés

La arquitectura moral del mundo, por Maya Jasanoff

El viaje al horror de Joseph Conrad

Iustración de Mateo Charris para 'El corazón de las tinieblas', editado por Galaxia Gutenberg

Javier Marías

Conrad usaba monóculo y no le gustaba la poesía. Según su mujer, en toda su vida sólo dio su aprobación a dos libros de versos, uno de un joven francés cuyo nombre ella no recordaba, y otro de su amigo Arthur Symons. Aunque ... también hay quien asegura que le gustaba Keats y que detestaba a Shelley. Pero el autor que más detestaba era Dostoyevski. Lo odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su nombre le provocaba arrebatos de furia.

Era un devorador de libros, con Flaubert y Maupassant a la cabeza de sus admirados, y tanto gusto tenía por la prosa que, mucho antes de pedir en matrimonio a la que sería su mujer (es decir, cuando aún no había mucha confianza entre ellos), apareció una noche con un paquete de hojas y propuso a la joven que le leyera en voz alta algunas páginas, pertenecientes a su segunda novela.

Jessie George obedeció, llena de emoción y temor, pero el nerviosismo de Conrad no colaboraba: «Sáltate eso», le decía. «Eso no importa; empieza tres líneas más abajo; pasa la página, pasa la página.» O bien, incluso, la reñía por su dicción: «Habla claramente; si estás cansada, dilo; no te comas las palabras. Los ingleses sois todos iguales, hacéis el mismo sonido para todas las letras». Lo curioso del caso es que el exigente Conrad tuvo hasta el fin de sus días un fortísimo acento extranjero en la lengua que, como escritor, llegó a dominar mejor que nadie en su tiempo.

Conrad no se casó hasta los treinta y ocho años, y cuando por fin, tras varios de amistad y trato, hizo su proposición, ésta fue tan pesimista como algunos de sus relatos, ya que anunció que no le quedaba mucha vida y que no albergaba la menor intención de tener hijos. La parte optimista vino a continuación, y consistió en añadir que sin embargo, tal como era su vida, creía que él y Jessie podrían pasar juntos unos cuantos años felices. El comentario de la madre de la novia tras su primera entrevista con el pretendiente estuvo en consonancia: dijo que «no acababa de ver por qué aquel hombre quería casarse». Conrad, no obstante, fue un marido delicado: no faltaban las flores, y cada vez que terminaba un libro, le hacía a su mujer un gran regalo.

Era un hombre preocupado por su tradición y sus antepasados

Pese a haber perdido a sus padres a edad temprana y guardar pocos recuerdos de ellos, era un hombre preocupado por su tradición y sus antepasados, hasta el punto de lamentar más de una vez que un tío-abuelo suyo, a las órdenes de Napoleón durante la retirada de Moscú, se hubiera visto tan acuciado por el hambre como para haberle puesto momentáneo remedio, en compañía de otros dos oficiales, a costa de un «desdichado perro lituano». Que un pariente suyo se hubiera alimentado de carne canina le parecía un baldón del que indirectamente, por cierto, culpaba a Bonaparte en persona.

Gran ironía

Conrad murió bastante repentinamente, el 3 de agosto de 1924, en su casa de Kent, a los sesenta y seis años. Se había encontrado mal el día anterior, pero nada hacía presumir su inminente muerte. Por eso, cuando le llegó, estaba solo en su habitación, descansando. Su mujer, en el cuarto de al lado, le oyó gritar: «¡Aquí...!», con una segunda palabra ahogada que no distinguió, y luego un ruido. Conrad había caído desde su sillón al suelo.

Del mismo modo que le hubiera gustado borrar el episodio lituano de su tío-abuelo, Conrad solía negar, en sus últimos años, que hubiera escrito ciertas piezas (artículos, cuentos, capítulos redactados en colaboración con Ford Madox Ford) que eran suyas sin lugar a dudas y que incluso habían sido publicadas con su nombre.

Aun así, decía no recordarlas y negaba. Y cuando se le mostraban manuscritos y se le probaba que las páginas en cuestión se debían irrefutablemente a su pluma, entonces se encogía de hombros, uno de sus gestos más característicos, y se sumía en uno de sus silencios. Cuantos lo trataron coinciden en afirmar que era un hombre de una gran ironía, aunque de una clase que sus adquiridos compatriotas ingleses no siempre captaban, o quizá no entendían.

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