RESURRECCIONES
María Zambrano, a la espera de un claro en el bosque
Su mítica libro 'Claros del bosque' es una reflexión sobre la razón poética y la búsqueda de la trascendencia en un mundo saturado de ruido y superficialidad
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Iniciar sesiónLa vida es por principio superficial. Y solo deja de serlo «si a su respiro se une el aliento del ser que, escondido bajo ella, está depositado sobre las aguas primeras que nuestro vivir apenas roza». Eso dice la poeta y académica Clara Janés sobre ... las propias palabras de María Zambrano. Y esa es la sensación que tenemos al releer hoy ‘Claros del bosque’, esa obra que constituye una de las cumbres del pensamiento poético en español.
La sensación de que vivimos escondidos, casi sepultados bajo la vida; de que nos resulta muy difícil encontrar las aguas primeras, sumergidos como estamos en el barro de una sociedad inundada por su propia liquidez. O mejor, como ella dice, perdidos en la oscuridad del bosque. Ese bosque que hemos construido nosotros mismos con árboles y ramas y malezas prescindibles.
En ‘Claros del bosque’, que María Zambrano publicó en 1977, vemos por primera vez definida su ‘razón poética’. Esa que, alzada frente a la ‘razón discursiva’ que imperaba en su tiempo, constituye acaso lo mejor de la aportación a la literatura y al pensamiento de esta autora, a la que la Asociación Colegial de Escritoras y Escritores de España dedicará precisamente un congreso en Málaga el próximo mes de noviembre. Una razón extraordinaria que solo se manifiesta cuando, inopinadamente, nos sorprendemos a nosotros mismos en el claro más claro dentro del bosque más intrincado.
Decía que su obra trataba de responder a la idea de que pensar es, ante todo, «descifrar lo que se siente»
Cuando lo publicó, María Zambrano presentó este libro como una ‘ofrenda’ a su hermana Araceli. Una obra, decía, que trataba de responder a la idea de que pensar es, ante todo, «descifrar lo que se siente»; entendiendo por sentir el «sentir originario» de un ser humano que «padece su propia trascendencia».
Leer a Zambrano entonces, o en los ochenta, que es cuando yo lo hice, suponía descubrir una manera original de rasgar la cortina, un modo distinto de mirar por encima del pragmatismo, el materialismo y aquella primera liquidez que empezaba a mostrar el mundo por entonces, más allá de la alienación de las masas de su maestro Ortega.
Eso que, medio siglo más tarde, nos ha llevado hasta la frontera de lo que llamamos transhumanidad. Encontrar el sentir originario y experimentar (o padecer) la propia trascendencia, en medio de un bosque donde el ruido y la saturación de escoria informativa y tecnológica nos impiden ver el cielo sobre nuestras cabezas.
Apertura, iluminación, revelación frente al marasmo. Atentos a nuestra propia razón poética y situados en un lugar, por cierto, al que no se accede simplemente persiguiéndolo, sino que de repente se nos aparece, acontece. Porque el claro del bosque —dice la escritora— «no hay que buscarlo», como no hay que ir «a buscar nada» en él. Para encontrarlo bastará con caminar por el bosque ligeros de equipaje, como su otro maestro, Machado, surtidos en todo caso de una provisión de emergencia con algo de silencio, mucho de sentido y sentimiento y un poco más de disposición, o predisposición.
Listos para dejar fluir dentro de nosotros ese «sentir originario» que pertenece el ser humano en tanto que es humano. Lo que entonces fue un puro descubrimiento, hoy bien parece que nos sirve como maravillosa guía para perplejos. Quizás con más verdad que nunca.
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