Bermúdez de Castro: «Somos primates con armas de destrucción masiva»
A estas alturas, la vida (VI)
El paleoantropólogo, jubilado tras una vida de hallazgos en Atapuerca, repasa su biografía y la de nuestra especie en esta conversación
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José María Bermúdez de Castro (Madrid, 1952) luce un bigote mercurial y una mirada severa, profunda, como de atravesar paredes. Es un hombre sólido, metido para dentro, unas veces infranqueable y otras (las menos) expuesto. «Todos los científicos son así», dice él, entre el regate ... y la confesión. Sabe desde niño que venimos de la tierra, y que ahí, con los pies descalzos, laten las verdades más antiguas de esta especie, animal en forma y fondo. Esa intuición todavía rige en la razón del paleoantropólogo, que después de una vida de hallazgos en Atapuerca ha decidido jubilarse en una casa que mira a la montaña, a cinco minutos del campo, donde no hay ruido sordo y los paseos son largos y los jilgueros cantan todavía. Su plan es sencillo: huir, leer, escribir, estar con los suyos. Y volver a la naturaleza, es decir, a la infancia. ¿No buscamos todos el paraíso?
Antes de empezar esta entrevista, Bermúdez de Castro coge el cráneo de un sapiens y lo mira con cara de pregunta: y tú quién eres. Que es lo mismo que preguntar quiénes somos nosotros, de dónde venimos, a dónde vamos.
—Así que usted fue un niño pegado al campo.
—Es que yo nací en 1952, y en esa época estábamos mucho más en contacto con la naturaleza. Pasaba los veranos en el campo, dos meses en una aldea de Galicia y quince días en una finca que tenía mi abuela en Ciudad Real. Eso me encantaba. Conocía los cantos de los pájaros, sabía qué estaba oyendo cada momento: aquí un jilguero, allí un gorrión. Y conocía los árboles frutales, sabía a cuál ir para comer los mejores frutos, distinguía los olores de las flores. Era un elemento más del campo, aunque luego después tuviera que ir a la ciudad. Pero todo eso se ha ido perdiendo, ya no pasa.
—Lo dice en su libro 'Dioses y mendigos': nos hemos alejado más que nunca de la naturaleza. Y de nuestra naturaleza. ¿Es un peligro?
—Ahora casi todos vivimos en grandes ciudades, tenemos cada vez menos posibilidades de ir al campo. Y no hablo de Madrid, que es una ciudad relativamente pequeña incluso ahora, con todas sus ciudades satélite. Estoy hablando de ciudades con veinticinco millones de habitantes. De Shanghái, de Pekín. Son lugares en los que salir al campo es casi inviable para el noventa por ciento de los ciudadanos, porque tardas cuatro o cinco horas de coche de la urbe, que además está contaminada. Esas personas no conocen la naturaleza, se tienen que conformar con los parques. Y ni siquiera conocen los animales. Van al supermercado y dicen bueno, ¿qué me como? Y sacan un filete de un envase plástico, pero no saben de dónde viene esa carne. Esto ocurre con la mayor parte de la humanidad. ¿Es un peligro? El peligro es no entender la naturaleza. Y durante la mayor parte de nuestra evolución hemos vivido al lado de la naturaleza.
—¿Cómo entró en esto de la evolución?
—El interés por el ser humano lo tengo desde siempre. Empecé a estudiar Medicina porque era lo más próximo que encontré, pero lo dejé para hacer Ciencias Biológicas, que entonces era una carrera muy reciente, muy joven. Ahí descubrí la Paleontología Humana y la evolución. Tenía veinte años y no sabía nada de la evolución, era un tema tabú en aquella época.
—¿Un tabú?
—Incluso mi padre, que era científico, metalúrgico, me preguntaba con curiosidad cuando empecé. Y eso que Darwin es de mitad del siglo XIX, pero sin embargo en España ese tema se quedó totalmente tapado. En cuanto empecé a estudiar la evolución humana me dije: esto es lo mío. Y después tuve la fortuna de conocer a Emiliano Aguirre, que estaba empezando a trabajar en Atapuerca. Y Juan Luis Arsuaga y yo nos enrolamos con él.
—En su discurso de entrada en la RAE aseguró que los chimpancés también tienen cultura, que también tienen política, que también ríen. Ni siquiera eso es exclusivo de nuestra especie.
—Es que la cultura, realmente, ¿qué significa? Yo hago una herramienta con una piedra, tú miras cómo se hace, te das cuenta de que es útil y me imitas. Y al final todos acabamos usando esa herramienta. Los chimpancés hacen lo mismo: un macho alfa descubre que es más práctico beber agua usando el musgo como esponja y el resto del grupo acaba haciendo lo mismo. Pero claro, los chimpancés viven en grupos muy reducidos y por tanto las innovaciones protoculturales que hacen no se expanden. En nuestra especie, cuando llegó el neolítico, tuvimos una expansión demográfica enorme.
—Entonces, ¿qué es lo que nos hace humanos?
—Fundamentalmente la complejidad de nuestra cultura. Porque si miramos detenidamente la anatomía, encontramos diferencias: nosotros somos bípedos, mientras que los demás mamíferos son cuadrúpedos, incluyendo a los chimpancés y a los gorilas. También tenemos una cabeza más grande, que no es que sirva para mucho, aunque bueno, pensamos con ella. Y todo esto nos diferencia. Pero si nos quedáramos sin todo lo artificial, si nos quedáramos sin ropa, en medio de la selva, tampoco seríamos tan diferentes de los gorilas y los chimpancés.
—Es decir, que la diferencia es mínima.
—La genética ya nos dice que compartimos el noventa y ocho por ciento de genes con chimpancés y bonobos. Estamos muy cerca, pero con la cultura hemos conseguido capturar la información del exterior y adueñarnos de ella. Nos vestimos, utilizamos vehículos, tenemos ordenadores, toda esta parte externa la hemos incorporado a nuestra propia vida, a nuestra propia esencia. Ya no somos animales que solamente dependemos de la naturaleza, sino que utilizamos la naturaleza y la modificamos. Y entre nuestros recursos básicos están los artificiales. Un ordenador, un libro, una silla, una mesa, un coche. Nos vestimos, nos ponemos un sombrero, nos ponemos un collar. Y esta es la diferencia fundamental.
Bermúdez de Castro, durante la entrevista con ABC
—Antes, los cambios tecnológicos eran lentos, casi una cuestión de siglos. Ahora es cosa de años, a veces de meses, incluso. ¿Se ha acelerado nuestra evolución?
—Este es uno de los grandes problemas que tenemos. Desde el punto de vista biológico, nuestra evolución es tan lenta como tiene que ser. Apenas hemos cambiado desde hace trescientos mil años, que es cuando aparecemos en el mapa. En cambio, desde el punto de vista de la ciencia y de la tecnología hemos ido muy deprisa. Mi temor, y el de muchos, es que somos primates, primates con una tecnología que cada vez es más compleja, una tecnología que por un lado nos favorece y por otro nos pone en peligro. Hemos inventado armas cada vez más letales y las usamos para matarnos entre nosotros. Somos primates con armas de destrucción masiva. Y no evolucionamos biológicamente tan deprisa como para poder utilizar de manera racional toda la tecnología que tenemos en nuestras manos. Por eso una persona enloquecida es capaz de invadir un país. Aunque siempre las guerras suelen ser por apetencia por recursos, no por otra cosa.
—¿Toda la cultura nace por el instinto de supervivencia?
—Eso es. Todo lo que hacemos es para sobrevivir. Todo, absolutamente todo. Si vas a Burgos en invierno no te pones un bañador. Te vas a poner un abrigo, y si es necesario un gorro y una bufanda y unos guantes. Todo eso es cultura, supervivencia. Otro ejemplo son los cultivos. Ahora somos ocho mil millones de personas en el planeta y necesitamos comer. ¿Qué es lo que hacemos? Bueno, ya no valen los cultivos del neolítico. Hemos tenido que buscar cereales con el grano más grande, más resistente. También hemos inventado los fungicidas para evitar que otros organismos se coman nuestras plantas. ¿Por qué? Porque si no comemos nos morimos.
—¿Y la aparición de la religión también es una ventaja evolutiva?
—Para algunas personas sí, para otras no. Pero es una ventaja evolutiva para el grupo.
—La esperanza de vida del ser humano deja de crecer. Está a unos niveles impensables hace poco más de un siglo. ¿Eso qué cambia?
—La verdad es nuestra especie está programada para vivir hasta una cierta edad. Si tú vas a una reserva de chimpancés y estudias la demografía te das cuenta de que es muy difícil encontrar individuos de más de cuarenta años. Y en la paleontología te das cuenta de que encontrar seres humanos del Pleistoceno y demás que tengan más de cuarenta años o cincuenta años es muy difícil, casi excepcional. Nuestro tope de vida como especie está aproximadamente hacia los cincuenta años, que es además el tiempo de fertilidad de la mujer. Una vez que ha terminado la fertilidad de la mujer ya no tiene ningún sentido esto, porque la evolución es tener descendencia para que la especie continúe. Y si ya no puedes tener descendencia, ¿qué pintas aquí?
—Pero hemos vencido a la naturaleza. Menos mal.
—Aun así, cuando te acercas a los cincuenta años ya necesitas gafas sí o sí. Tienes menos reflejos. Sería impensable un cazador-recolector con gafas, incapaz de distinguir al leopardo del león en la distancia. Sería ridículo. La longevidad ha crecido una barbaridad, pero desde los cincuenta ya no tienes la misma capacidad de reacción que tiene una persona joven. A partir de los cincuenta no hay plenitud. Es evidente. Yo lo he vivido. Ya lo noto. Ya sé de qué estoy hablando.
—¿Echa de menos la juventud?
—Como todos. Quién tuviera veinte años, quién tuviera treinta, mejor. A esa edad el cerebro termina de formarse, está en su tope. Es un momento fantástico de la vida. A los setenta ya estás un poco de vuelta, como se suele decir, de muchas cosas. La vida deja de sorprenderte. También el humor se agria un poco.
—Pero a usted le queda la curiosidad, ¿no? No para de escribir…
—Va en lo de ser paleontrapólogo, que te empuja a disciplinas muy distintas. Es casi un saber holístico. En mi tesis doctoral yo me centré en el estudio de los dientes de los aborígenes canarios, y luego ya empecé con la dentición de los humanos de la Sierra de Atapuerca. Pero con el tiempo y las publicaciones ves que claro, los dientes están dentro de la mandíbula, y la mandíbula empieza a interesarte, y de ahí vas al maxilar, y así hasta abarcar todo el cuerpo. Y ya cuando descubres toda la anatomía dices: está esto dentro de un contexto geológico, así que ahora toca geología. Y de pronto te encuentras con un arqueólogo que te enseña algo de la industria lítica, sobre la cultura material. Y más tarde conoces a un filósofo y se te abre el campo… Quiero decir que con esto acabas estudiando un montón de cosas muy distintas. Es un mundo amplísimo, inabarcable. Tengo varios libros por escribir aún. Y ahora, además, estoy con lo de la RAE, que me lo estoy tomando muy en serio.
—¿Qué está haciendo en la Academia?
—Llevo propuestas de nuevas definiciones de palabras técnicas o señalo algunas que ya no tienen sentido en el Diccionario porque se han dejado de usar. La primera, por ejemplo, ha sido paleontología. Porque le faltaba completar la acepción… Lo cierto es que hay muchas palabras científicas que están un poco desatendidas, lógicamente. Es una cuestión histórica. Cuando se crea la RAE en 1713 la mayor parte de las personas que la forman se dedican a la política. Algo lógico, porque los políticos eran las personas mejor formadas. Luego empiezan a llegar ya escritores, gente del teatro, del cine, además de los lexicógrafos, claro. Y ya poquito a poco empieza a entrar gente con cierta relación con la ciencia. Entró Margarita Salas, ya fallecida, que es muy reciente. Ahora tenemos a José Manuel Sánchez Ron, que es historiador de la ciencia, entre otros. Pero yo diría que faltaría alguna persona más que se dedicara a la ciencia. Sé que no puede haber cuatrocientos científicos en la RAE, pero un par más sí.
—Al principio de 'Dioses y mendigos' afirma que los científicos son personas retraídas, entregadas al estudio, con una vida de renuncias. ¿A qué ha renunciado usted?
—A salir más, a pasar más horas con mi familia. El científico tiene que dedicar prácticamente su vida entera a la ciencia, como antes los monjes entregaban su vida a la oración y la lectura. Por eso el científico, en general, es retraído. Porque si eres demasiado extrovertido lo que te gusta es salir, moverte, pero para estar encerrado, leyendo, pensando, razonando, investigando y demás, o eres estás un poco metido en ti mismo o es complicado. Yo soy menos social de lo que es el promedio de la gente.
—¿Nos observa desde fuera a los demás?
—Me interesa mucho el comportamiento humano, sí, aunque no me haya dedicado a él de forma académica. Me gusta ver cómo reaccionamos, analizar las respuestas ante determinadas situaciones.
—¿Y le sigue sorprendiendo el ser humano a estas alturas?
—Ya no. Me parece que hacemos tonterías todos, yo incluido. Hacemos bobadas, pero es que eso forma parte de nuestro comportamiento, del comportamiento primate normal.
—El hombre con 'smartphone', ¿es una especie distinta al sapiens? ¿Nos determina tanto la tecnología?
—Nos está determinando de una manera muy clara. Esta tecnología es la que nos va llevando. El móvil nos ha esclavizado. Por eso he procurado distanciarme lo más posible de estos dispositivos [y señala el suyo]. No quiero acabar todo el día en la pantalla, no me parece sano. Pero lo veo constantemente, hasta en las familias. Todo el mundo tiene su móvil y ya no hay la misma unidad familiar, se ha ido perdiendo. La pantalla te abduce completamente, y ya da igual dónde estás o con quién estás. No quiero ser un nostálgico, pero pasear es una cosa muy bonita. Fijarse en el campo, en los árboles, en que aquí han plantado algo nuevo, en que ese de ahí ha crecido desde la última vez. Y saber qué especies son las que te encuentras. En fin, estar en tu entorno y vivirlo. Si vas con el móvil te lo pierdes y el paseo ya no es paseo. Es como si estuvieras en el sillón de tu casa, solo que haciendo ejercicio… Prefiero liberarme de esto [y mira al móvil de nuevo].
—El progreso científico, sostiene, ha avanzado por una minoría que piensa. Porque la mayoría lo que hace es creer.
—Es que es así. Desgraciadamente nos hemos aborregado mucho. Alguien piensa por ti y como ya alguien piensa por ti, pues ya no necesitas pensar. Menos energía que gastas, menos problemas. Piensan por ti, deciden por ti. Así que una minoría decide y otra obedece. Porque la gran mayoría de nosotros lo que hacemos es seguir una rutina diaria: llego a la oficina, hago mis cosas, me voy a casa, me dan un salario a final de mes y con el dinero puedo ir al supermercado, comprarme un coche, tener un capricho y viajar en vacaciones.
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—Por cierto, si pudiera, ¿viajaría al pasado o al futuro?
—A ver, al pasado quizá ya no, porque he leído mucho de historia: ya me puedo imaginar cómo eran los neardentales. Pero viajaría al futuro para ver si realmente nuestra especie ha sido capaz de salir adelante. Viajaría a dentro de doscientos a ver qué ha quedado. Si es que ha quedado algo.
—¿Piensa mucho en la muerte?
—Es algo que me preocupa, obviamente. Muchas veces me despierto por la mañana y mi primer pensamiento es: bueno, tengo setenta años. Me ocurre muchas mañanas. Soy muy consciente de mi edad. Lo de la muerte… cada uno lo lleva como puede. Yo lo llevo relativamente bien porque sé que es algo que tiene que ocurrir y ya está. Y lo que sí quiero es hacer el mayor número posible de cosas relacionadas con la familia antes de irme. Porque, ¿cuál es nuestra misión como especie? Que la descendencia salga adelante. Y si eso ocurre ya estás tranquilo. Es como la llamada de la naturaleza. Una vez que lo has conseguido estás ya mucho más relajado y dices: ya puedo morirme tranquilamente, ya he cumplido. He cumplido con la evolución, he cumplido con mi especie.