La trasatlántica

Mala prosa

Aunque la tradición mexicana se divierta tanto retratándolo como una bestia, Hernán Cortés no era ni un ignorante ni un bruto. Fue un político culto y sagaz

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Retrato de Hernán Cortés, anónimo del siglo XVI

Donde estuvo Tenochtitlan, la gran ciudad americana del siglo XVI, hay una de esas ventanas clausuradas por un vidrio tan antiguo que sigue dejando pasar la luz, pero ya no permite ver hacia fuera. El problema está en que solamente una persona dejó notas ... sobre ella mientras existía y ese autor, Hernán Cortés, era un escritor poco curioso y letalmente literal.

De la primera Historia de la invasión —del soriano Francisco Gómez de Gómara—, a la 'Verdadera Historia' de Bernal Díaz del Castillo, o del Hernán Cortés de José Luis Martínez a la monumental 'Conquest' de Hugh Thomas, cada vez que alguien ha relatado la desmesurada aventura del hallazgo y caída de Tenochtitlan la ha convertido en un cuento que se lee al filo del sillón. Y, sin embargo, las 'Relaciones al rey Carlos I' escritas por Cortés -que son la base de todo porque estuvo ahí y fue el único que escribió al calor de los hechos- son más tediosas que un domingo en Segovia. Bernal Díaz y Juan Cano, que también fueron testigos, escribieron mucho después y siguiendo las cartas ya impresas del capitán, que se publicaron conforme las fue mandando. Cortés encarnó la última gran épica que vio el mundo y, cuando la contó en las 'Relaciones de 1520 y 22', produjo un relato cuajado por la arena y el cebo.

Aunque la tradición mexicana se divierta tanto retratándolo como una bestia, Hernán Cortés no era ni un ignorante ni un bruto. Fue un político culto y sagaz y un estratega capaz de resolver el galimatías de una guerra de largo aliento en un terreno muy difícil. La forma crudelísima en que fue sometiendo a pan o fuego las ciudades que crecían en torno a la capital de los mexicas era, probablemente, la única manera de hacerse de la victoria en la toma de una urbe muy poblada, bien armada y fundada en una isla —el sistema de lagos, calzadas y puentes como muralla. Tampoco era un héroe ni un santo de la hispanidad: ese cerco, entonces y hoy, es un crimen de guerra— por el que, por cierto, fue juzgado. Si una ciudad no se sometía, la arrasaba, aunque su población fuera mayormente civil —los hombres estaban concentrados en la isla.

La última etapa de la guerra, en la que se peleó casa por casa en la propia Tenochtitlan, fue definida por la decisión de los mexicas de morir peleando. Esa carnicería, que todos recordaron con genuino horror, fue producto del insobornable orgullo de los tenochcas. Tanto la 'Verdadera historia' de Bernal Díaz del Castillo como la crónica perdida del capitán Juan Cano —de la que sobreviven sólo fragmentos—, así como los papeles que heredó el texcocano Fernando de Alba Ixtlilxóchitl, son enfáticas sobre los esfuerzos frustrados por plantear un armisticio que detuviera la masacre. Pero el ethos mexica dictaba que Tenochtitlan no se rendía, y no se rindió.

Cortés debe haber sido, además, carismático —si no, ni habría conseguido tantos aliados ni habría podido sobrevivir a una estancia de cinco meses en la corte de Moctezuma—, pero ese don no está en su prosa, incapaz del tropo y ajena a la gracia, una prosa barata y para colmo pagada de sí. Cortés era un hombre, sobre todo, literal: le pasaban cosas y las ponía. Quién sabe cuánta de su mala fama se deba a esa carencia.

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