La trasatlántica
IA
Recuerdo que cuando juego al ajedrez pienso con más intensidad de la frecuente —o eso creo—, y hace años que las máquinas ganan siempre
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Empezó en las universidades. Los estudiantes del montón comenzaron a entregar ensayos mucho mejores que los de la gente aplicada de siempre. Yo estaba dando ‘El Quijote’ y pensé que por fin mis estrategias como profe estaban resultando tan buenas como creo que son — ... y no como son realmente. Recibía ensayos imposibles, los corría por el detector de plagios y me daba cero coincidencias.
La mejora, además, era progresiva y su contagio, zonal. Empezó un estudiante de la última fila. Era porteño, así que me imaginé que venía del Colegio Nacional. Luego siguió una brasileña, que se sentaba junto. Trabajarían en equipo. Y al poco ya estábamos en la utopía del nazareno: los últimos eran los primeros. Eventualmente uno de los nuevos súper dotados cometió un error: citó un episodio de la segunda parte del 'Quijote' que nos quedaba como a 500 páginas de distancia. Un poco de investigación me reveló que estaba sucediendo en todas las universidades: la ‘compu’ había aprendido a escribir crítica académica mejor que la que podría producir su dueño.
El drama se agudizó porque desde la pandemia una parte importante de los procesos educativos se desplazó a casa y el teclado: los finales fueron sustituidos por entregas de investigación, las únicas personas que recordaban como se daba un examen oral eran los miembros de la facultad, que hacía mucho habían perdido la habilidad para leer textos escritos a mano. Fuego en el gallinero.
La urgencia por adoptar medidas de contención bloqueó cualquier posibilidad de autocrítica —un arte, de por sí, poco frecuente en la academia. El verdadero centro del asunto no está en que los estudiantados tengan una nueva herramienta para resolver más rápido y mejor los problemas que plantean sus profes, sino en que la naturaleza de los programas de inteligencia artificial reveló que nuestras instituciones de enseñanza superior a menudo son un rey que va desnudo: no enseñamos ciencia, sino métodos de reproducción costeable de discursos.
En los programas de Humanidades se aprende una disciplina de lectura y experimentación que nos parece indispensable —y creo que lo es. Seguro hay otros métodos de conocimiento que serían igual de válidos, pero nuestras economías funcionan con base en ese. Y enseñamos a operar la recolección y articulación de datos como un sistema que se reproduce integrando síntesis nuevas. Quien puede articular en un texto ideas e imágenes que no es común juntar, demostrando que llegó legítimanente a una conclusión, saca las mejores notas y obtiene los mejores trabajos.
No soy una persona capacitada para discutir la operación de un cerebro humano, pero cuando alguien dice que no hay que preocuparse porque la ‘compu’ en lugar de pensar junta información indiscriminadamente, yo recuerdo que cuando juego al ajedrez pienso con más intensidad de la frecuente —o eso creo—, y hace años que las máquinas ganan siempre. Ambos juntamos información y la ponemos en juego, pero ella lo hace de manera más eficiente que yo: piensa mejor y más rápido. Tal vez Constantinopla ya cayó y no lo hemos notado porque todavía no termina de bajar el polvo.