ENTREVISTA
Pedro G. Cuartango: «La memoria histórica es una ficción totalitaria»
Los espías a los que dedica su nuevo libro son como la actualidad: escurridizos y esquivos. Sobre ambas cosas reflexiona el escritor y colaborador de ABC en esta entrevista
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Iniciar sesiónEn todo espía hay un espejismo, escribe Pedro García Cuartango en ‘Anatomía de la traición’ (Círculo de Tiza) , un volumen en el que el periodista y colaborador de ABC reúne los perfiles de los dobles y en ocasiones hasta triples agentes emblemáticos de los ... servicios secretos. Los textos, que se publicaron en las páginas de este diario como parte de una serie, han sido ampliados y reescritos. El resultado es un libro que revisita el mundo de la Guerra Fría a través del periodismo, la literatura y la historia.
El dilema entre lealtad y traición marca el destino de los más de 50 personajes que aparecen: el ex soldado del ejército alemán Richard Sorge, que pasó de corresponsal a espía soviético; el coronel Oleg Penkovski, quien, decepcionado por la deriva del KGB, filtró información soviética a la CIA o Kim Philby, que traicionó al MI6 para ser leal a sus convicciones comunistas. También la joven Violette Szabo, que se dejó torturar y matar por Gestapo, pero jamás delató a ningún compañero de la lucha antinazi, así como una Mata Hari apeada del pedestal y convertida en chivo expiatorio de los franceses durante la segunda guerra mundial.
Si alguien narró como pocos las contradicciones de alma del espía ese fue John le Carré , explica Cuartango, que reconoce al británico como padre de la novela de espías, justamente porque la elevó a la condición de tragedia clásica. Rodeado de libros del agente Smiley, pero también de Dashiell Hammett, Conan Doyle o George Simenon y con la Olivetti de su padre a mano, Pedro G. Cuartango habla sobre los espejismos del espionaje, pero también de otros asuntos de una actualidad difícil de descifrar.
—Si del detective fue el humanista en la literatura del XIX, ¿qué fue el espía en la del XX?
—Conan Doyle inventó a Sherlock Holmes, el primer detective que utilizó el método científico. Los espías son otra cosa. Los primeros servicios secretos surgieron durante la Primera Guerra Mundial. El espionaje está ligado a un Estado moderno que necesita información para defenderse de sus enemigos.
—¿Cuál sería el ejemplo canónico de la traición como lealtad?
—Kim Philby. Es un personaje escindido y con una capacidad asombrosa para mimetizarse. John le Carré le reprochó haber sido el culpable de la muerte de decenas de sus compañeros del MI6, y con razón. Philby fue leal a su verdadera patria: los principios del comunismo soviético de su juventud. Él encarna todas las paradojas del espía. Fue corresponsal del ‘Times’ en España durante la guerra y Franco lo condecoró. Pensó que era un aliado incondicional cuando ya estaba reclutado por el KGB.
—¿Cómo reaccionaría el mundo actual ante el secuestro de Adolf Eichmann a manos del Mossad?
—Aquello desató un debate jurídico y político en la ONU. Hubo países que calificaron el secuestro de Eichmann como ilegal. Salvando las distancias, porque es un disidente, el caso Navalni fue rechazado por todas las naciones. Tampoco olvidemos que, en 2006, Putin envió a sus servicios secretos a Londres para envenenar con polonio a Aleksandr Litvinenko, que había desertado del KGB. En 2021 eso es impensable, pero en 1950 era legítimo.
—Escribe de los servicios secretos rusos que son «lampedusianos», «cambian para seguir siendo igual… », ¿de crueles?
—El servicio secreto ruso nació con fines espurios. Lenin lo creó para ir contra quienes amenazaban la revolución rusa. Ha tenido siete u ocho nombres: la Cheka, OGPU, NKVD, MGB, KGB… hasta el actual FSB, pero bajo esos cambios se ocultan similares personas, fines y métodos: la persecución y represión. La CIA y el MI5 o el MI6 tenían mucho más control democrático.
—¿Quién llega antes a la verdad? ¿El espía, el filósofo, el periodista…?
—Son verdades distintas. El espía intenta penetrar en una realidad oculta, se juegan la vida y años de cárcel. El filósofo busca la causa última de las cosas y el periodista intenta contar la actualidad, lo que ven sus ojos.
—«Un país vale lo que vale su prensa», dijo Camus. ¿Cómo aplica eso en España?
—Se puede conocer el nivel de desarrollo y cultural de un país según el tipo de periodismo que hace. Durante la Transición hubo una eclosión de las libertades y un momento dorado del periodismo. La gente compraba y leía la prensa. Ahora sufre una crisis: la competencia de las redes sociales, la caída de los ingresos, la pérdida de los hábitos de lectura. Al tener menos recursos, el periodismo ha perdido influencia y calidad, además de las presiones políticas, que son mucho mayores hoy a las que sufrió en la Transición.
—¿Mayores?
—Porque no son directas. No digo que Pedro Sánchez llame para indicar qué debe decir un editorial. Por presiones me refiero a la dependencia de la publicidad y del mundo del dinero. Debido a su debilidad extrema, los periódicos son hoy más vulnerables. La prensa en España hoy es peor que la que se hacía hace 40 años. Me pueden lapidar por decir esto, pero es lo que pienso. Los mejores medios están en sociedades con democracias sólidas como Estados Unidos, Reino Unido o Francia.
—‘The New York Times’ se desgastó en su forcejeo con Donald Trump.
—Pero también se ha beneficiado. El presidente de ‘The New York Times’, Mark Thompson, dijo estar muy agradecido con Trump, porque al situarlos como un foco de oposición, aumentaron las ventas y el número de suscriptores. Lo mejor que le puede pasar a un periódico, decía, es estar contra el poder.
—La luz se paga cara hoy día… ¿y las luces?
—No creo que España sufra un momento de declive intelectual. Así como el periodismo está condicionado por la realidad económica y la pérdida de los hábitos de lectura, el intelectual también. Pero sigue teniendo peso, como el que tuvo incluso en el franquismo. Hoy más que nunca son indispensables. Desgraciadamente, su voz está un poco apagada y llega a menos gente.
—¿Cuál es la diferencia entre un intelectual con ideas y un intelectual con ideología?
—Henning Mankhel diferenciaba entre los intelectuales orgánicos y los intelectuales sin ataduras sociales. Hay unos que son propagandistas del poder. Por eso devalúan y prostituyen el papel del intelectual, que debe ser el crítico del poder gobierne quien gobierne y mirar realidad con ojos limpios, cueste lo que cueste. Si el precio es la marginación, pues tendrá que pagarlo.
—La hegemonía de lo políticamente correcto no ayuda.
—Ese discurso nos está obnubilando. Es tan fuerte y está tan extendido, que es difícil. El feminismo tiene razón en muchas cosas y está justificado, pero se está convirtiendo en una religión. Hay una serie de verdades establecidas por el poder que no se pueden cuestionar sin pagar un alto precio personal. Por ejemplo, soy muy crítico con la memoria histórica, porque es una ficción. Existe la memoria individual, pero pretender una sola visión de la historia me parece una aberración. Pretender una ley para decir qué fue lo que pasó y qué pensar sobre la guerra civil o el franquismo es un acto de totalitarismo. No se puede imponer la verdad por decreto.
—Dígaselo al Papa Francisco, ¿no?
—Respeto y admiro al Papa, pero sus referencias para abordar el tema de Cataluña han sido desafortunadas. Hablar de reconciliación no tiene sentido cuando en España hubo una Constitución en el año 78. Es un Estado de derecho. Lo que ha dicho el Papa es una impugnación implícita a la Transición y a mí, como persona que vivió esos años y que luchó por la libertad para que hubiese prensa y sindicatos, esas palabras me parecen dolorosas.
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