Diego Doncel
Brines, la voz de la emoción
«No es solo la belleza de su expresión sino también la dimensión sentimental de su palabra poética la que ha seducido durante décadas a miles de lectores»
Brines es uno de los poetas más indiscutiblemente emocionantes de la historia de nuestra poesía. No es solo la belleza de su expresión sino también la dimensión sentimental de su palabra poética la que ha seducido durante décadas a miles de lectores. Lúcido, reflexivo, Brines ... contempla el tiempo, la palabra en el tiempo, como diría Machado, consciente de que en su devenir explica lo que somos. Un tiempo que ofrece y niega los deseos, que le hace meditar sobre la naturaleza efímera y duradera del amor, que se vuelca en la memoria para recuperar esos espacios de duración donde pudo atisbar la aurora y el crepúsculo de la felicidad. Desde su casa en Madrid, en la calle María Auxiliadora, viendo el pinar de la Dehesa de la Villa, o desde su casa en Oliva, Valencia, contemplando los naranjales con el Mediterráneo al fondo, ha creado una de las obras más esenciales, sobre todo porque es un intenso y constante autorretrato . En efecto, desde su primer libro de poemas, titulado Las brasas , que recibió el premio Adonais 1959, hasta el libro inédito que llevará por título Donde muere la muerte , y que publicará Tusquets, nos encontramos los rasgos que han ido dibujando ese rostro, esto es, su carácter y su forma de estar en el mundo, este rito de celebración y de nostalgia.
Frente al abismo que su maestro Cernuda abría entre la realidad y el deseo, Brines apura la realidad aunque la sabe frágil y efímera, goza del mundo, aunque sabe que pronto todo se convertirá en ceniza. El hombre de las noches heroicas de Madrid, de las correrías nocturnas buscando el amor, nos habla en sus poemas de que amar un cuerpo joven, contemplar los brillos de la ciudad, el fulgor de un paisaje es todo lo que tenemos, de que en su pasajera belleza está nuestra salvación.
Como todo el grupo que empieza a publicar en los años 50 del siglo pasado, como Claudio Rodríguez, como Gil de Biedma, Brines parte de la realidad, de una visión de la realidad totalmente autobiográfica. Sin embargo, como Verlaine, como Baudelaire, o como los románticos ingleses, sabe que esa realidad encierra un símbolo, es decir, un enigma y un misterio. Por eso se afana en mirar los signos ocultos de la vida cotidiana, las relaciones que se establecen misteriosamente entre nuestros sentimientos y las cosas. El 27 sustituyó la realidad por la metáfora, Brines no, para él ser poeta es, por el contrario, dar al mundo la dimensión de las emociones. Y como Bécquer, no temer siquiera al carácter material y prosaico de un verso, siempre que ese prosaísmo encierre el vuelo de una pasión intensa.
En títulos como Palabras a la oscuridad , Insistencias en Luzbel , El otoño de las rosas o La última costa , hasta el libro inédito ya mencionado y del que conocemos un puñado de poemas, la presencia de la muerte es siempre constante. Pero en Brines no encontramos nunca otra cosa que aceptación, una sabia aceptación, un temor atenuado. Las pérdidas, tan esenciales en él, no se revisten nunca del desgarro existencial, tal vez porque cualquier énfasis es lo contrario de lo que se espera de la poesía.
La palabra de Brines, la actitud de Brines siempre está más cerca de la confidencialidad, de que la poesía sea esa conversación con un amigo y en la que se cuenta en voz baja cómo compartir un territorio de sentimientos. Siempre fue un poeta lento, no solo porque la vida le tenía ocupado en sus días y en sus noches, sino porque ha concebido la poesía en su sentido más alto. Es difícil encontrar un mal poema en alguno de sus libros. Cada libro ha sido para él una aventura, quizá la misma aventura contada con el fervor del que la vivió y con las palabras justas por las que puede revivir aquella experiencia. Esto ha hecho de él un poeta con una obra medida, destilada, donde lo que más conmueve es la belleza de su voz, una voz sumamente personal, un tono que solo encontramos en él.
Paso casi todos los días al lado de su casa en Madrid. Miro las ventanas desde donde él ha visto los campos de Puerta de Hierro y el tumulto de la Complutense. Veo los bancos de la Dehesa donde se llevaba sus libros para leer en ese silencio. No sé qué será de esta casa, de la vida que se dejó aquí, una vida sencilla que solo buscó un fulgor efímero, un día tranquilo y un cuerpo robado a las callejas o bares de la noche. La vida de uno de nuestros más grandes poetas porque consiguió lo más difícil: emocionar a su época diciendo quién era él.
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