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Los últimos días de Galdós

ISRAEL VIANA

El día de la muerte de Benito Pérez Galdós , el gran poeta Marcos Rafael Blanco Belmonte escribía en ABC que «era una maravilla contemplar la naturalidad con que el maestro, ya en la senectud, esquivaba resueltamente aceptar el grandioso homenaje que intentaron tributarle muchos admiradores». Pero un año antes de su fallecimiento, el escritor canario de 76 años aceptó que se realizara una escultura suya, para reconocer su éxito en vida. Cuando se inauguró en enero de 1919 , un Galdós ya prácticamente ciego pidió que le alzaran para palpar la obra y lloró emocionado al comprobar la fidelidad de la escultura.

Ese fue uno de los pocos días de felicidad en los últimos años de vida de Don Benito, que vivía «pobre, enfermo y solo» en el hotel de su sobrino, José Hurtado de Mendoza. «Y nadie mejor que yo lo sabe, pues he sido testigo de ellos, y no pocas veces he compartido con el maestro la terrible amargura de su soledad», contaba el poeta Marciano Zurita , uno de los más destacados representantes del Modernismo español y colaborador habitual de ABC y «Blanco y Negro».

El considerado como uno de los grandes novelistas españoles de todos los tiempos, el mayor genio de la literatura realista del siglo XIX, murió casi sin dinero en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid, pero cargado de laureles. «Mientras más libros vendo –dijo en una ocasión–, menos dinero gano. Voy a ser el único editor que se haya arruinado a fuerza de vender muchas ediciones».

El entierro

El cariño que se le profesaron los españoles fue enorme. Su féretro fue acompañado, desde el Ayuntamiento hasta el cementerio de la Almudena, por más de 20.000 ciudadanos . «Madrileños, ha muerto Galdós, el genio que llenó de gloria la literatura de su tiempo con las asombrosas creaciones de su pluma», dijo el alcalde de Madrid, Don Luis Garrido Juaristi, el día de su entierro.

Por allí pasaron los hermanos Quintero , Jacinto Benavente , el maestro Bretón o Miguel Echegaray, ministros, concejales, alcaldes y presidentes de las principales asociaciones literarias del país, conscientes de lo que representaba el finado… mientras que el Rey Alfonso XIII , en cuanto tuvo conocimiento de la trágica noticia, firmó un decreto por el que el Estado correría con todos los gastos y se le concederían los mismos honores que el poeta Campoamor.

«Al alborear la aurora de ayer cayó a los pies de la muerte, frío y tenso, el cuerpo gigante del glorioso patriarca. Ya sus ojos descansan para siempre en la sombra, y su alma, en el misterio. Ya se cerró su boca que tan poco habló y se crispó su mano formidable, que de tantas maravillas fue creadora», escribía en ABC Zurita, el mismo del que nació la idea de aquella estatua que tanto le emocionó al escritor, en las tertulias que pasaba en la alcoba de Galdós, junto al escultor Vitorio Macho, el cronista Mariano Ramírez Ángel y los hermanos Quintero.

«Cuando supo cuál era nuestro propósito –contaba Zurita, que pasaba junto a sus compañeros interminables veladas en la alcoba del escritor en la calle Hilarion Eslava–, no pudo ocultar su alegría. Estaba que no cabía en el pellejo de puro contento, y a todas horas nos llamaba para preguntarnos como iba la suscripción: “Va muy bien abuelo", le decíamos. "El Círculo de Bellas Artes nos ha dado 1.000 pesetas; el Ateneo, otras 1.000; la Academia, otras 1.000; el Ayuntamiento, lo mismo...”».

Se interesó por aquel homenaje con el mismo vigor con que se había dedicado a la escritura durante toda su vida, que tuvo que abandonar cuatro años antes de su muerte a causa de su ceguera, pues no le gustaba dictar, y cada día hablaba menos.

Su delicado estado de salud se había agravado desde que el 13 de octubre de 1919 sufriera una grave crisis de uremia, con fuertes achaques cerebrales, respiratorios, circulatorios y digestivos, que le impidieron desde entonces levantarse de la cama. La madrugada del 4 de enero de 1920, los familiares de Galdós escucharon un grito angustioso que rompió el silencio de la casa. Corrieron al lado de la cama de Don Benito, que se llevaba las manos a la garganta e intentaba incorporarse. Poco después caía sobre la cama y le vieron morir plácidamente.

«La muerte ha dejado impresa su huella en el rostro de Galdós, en el que aparece un supremo rictus de dolor», podía leerse en ABC.

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