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ABC Cultural

«La persistencia de la imagen»; Un momento de verdad

JAVIER DEL REAL Lucía Quintana, en una escena de la obra

No un simulacro de afecto comprado, ni una caricia dictada por la compasión: un momento de verdad es lo que demanda el Cliente al Cuerpo cuyos servicios ha pagado. Así son nombrados sucintamente -Cliente y Cuerpo- los dos protagonistas de «La persistencia de la imagen», un ejercicio de estilo que Raúl Hernández Garrido expone en el pequeño escenario de la Sala de la Princesa, en un bello y sencillo espacio escénico concebido como pasarela. La semilla de esta obra de apenas una hora de duración es un pequeño apunte, una escena breve que formaba parte de un espectáculo colectivo integrado por varias micropiezas; la contundencia y el interés del concentrado motivaron que desde el Centro Dramático Nacional se solicitara al autor que desarrollase la situación apuntada.

Porque «La persistencia de la imagen» es eso, un ejercicio escénico, una situación desarrollada por medio de un juego de intensidades dramáticas -del apunte intimista a las explosiones de cólera o de miedo- en un recorrido que explora diversas perspectivas de una historia de soledad y necesidad de afecto, un cruce de miradas ciegas en una sociedad acribillada por cataratas de imágenes. Me van a permitir que silencie algunas de las peculiaridades de la trama para no desactivar las cargas de sorpresa que Hernández Garrido ha ido sembrando en su texto, servido con limpieza por Javier G. Yagüe, pero que tampoco haga pensar esto que se trata de uno de esos juguetes llenos de trucos milimétricamente concebidos para desconcertar al espectador. Baste con señalar que la obra expone el encuentro de una prostituta con un cliente en la casa de éste; él conoce el nombre real de ella, su teléfono particular y más detalles de su digamos vida no profesional, y ella intuye que no es la primera vez que se encuentran.

Hay momentos de suave intimidad erótica y otros de angustiosa violencia sexual, de inquietud ominosa, de incertidumbre, de desesperada constatación del otro, de búsqueda de una sensación no fingida ni impostada por el dinero o la conmiseración. Los dos intérpretes rayan a gran altura: Alberto Jiménez gradúa suavidad y desgarramiento con solvencia de gran actor, y Lucía Quintana, que recientemente despachó en este mismo teatro una soberbia Pichona la Bisbisera de la valleinclanesca «Cara de plata», donde era una de las mejores bazas de la función, resuelve brillantemente un difícil papel en el que debe amasar sensaciones como la indignación, el estupor y el miedo.

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