La postal
El tiburón de Gangsbaai
«Hace tiempo que todos mis mares son un poco aquel mar de Cádiz que no se me va de la cabeza en la otra punta del mundo»
Encierro a tumba abierta
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Iniciar sesiónEspero que estés bien. Te escribo embarcado frente a Gangsbaai, al este de Ciudad del Cabo, con un mar de fondo de mil pares. Un marino francés que viene con nosotros echa la papilla por la borda. Era cierto lo que contaban de los Cuarenta ... Rugientes; cómo rugen. Estamos fondeados a un par de millas de la costa cerca de una isla cuajada de leones marinos amontonados unos sobre otros en una concentración que suelta una peste importante. Así vistos, me recuerdan a las Piedras de la Caleta, nuestro Ganges de Cádiz, cuando al atardecer se tumban sobre las piedras esas señoras que, de darles tanto el sol, se les pone el mismo tono cobrizo de las focas y están ahí como estas, quietas, esperando que pase el tiempo. Hace tiempo que todos mis mares son un poco aquel mar de Cádiz que no se me va de la cabeza en la otra punta del mundo. Fondeamos entre la isla y un bosque de kelp, de esos de algas larguísimas que se bambolean con el mar de fondo y llegan a la superficie en una amazonía submarina por la que andan animales de todas las clases. Los leones marinos tienen que ir de la isla al bosque y viceversa con mucha prisa, porque entre los dos, donde estamos nosotros, los caza el gran tiburón blanco que hemos venido a ver. A la gente le dan pena estos leones cuando se los comen, porque son como perros de agua, se retuercen y juegan entre ellos, y tienen los ojos enormes de un niño. A decir verdad, es un bicho con muy malas pulgas. En Namibia nos atacó uno en la playa y embestía para mordernos y se revolvía como un Victorino tobillero. Cómo nos reímos. Por el través de babor han arriado una jaula en la que nos metemos a ver el tiburón sin que se nos meriende, a poder ser. El agua se mueve mucho por la corriente y, al principio, la jaula resulta atosigante, pero con el tiempo, la claustrofobia va cediendo. El primer animal llega por nuestra izquierda, como una sombra enorme en la negrura que va dibujándose y, de frente, parece un submarino de cinco metros de carne, piel y huesos. Entonces pasa a nuestro lado y le vemos los rasponazos, las cicatrices y ese ojo cargado de muerte que nos mira al pasar en un escalofrío que dura unos segundos. Aunque parece lento, de pronto lanza un coletazo que golpea la jaula, desaparece y nos deja ahí, con el corazón desbocado. Todo en el agua parece más cercano que en el aire: las hélices del barco, los peces, los ahogados y ese enorme animal que gira alrededor de la embarcación en círculos. Da cuatro o cinco pasadas antes de perderse en la oscuridad de la que es dueño. El marinero del barco, un 'morrosko' de metro noventa con unas espaldas de segunda línea de los Springboks, ceba el agua con tripas de atún. Se llama Rose, que se pronuncia Rosi, y el nombre le concede un aire muy cómico. Es un tipo franco, divertido y hace bromas con un vozarrón grave. Después, lanza una cuerda con un señuelo de foca que atrae al tiburón hasta la mismísima popa mientras apura un cigarrillo en la comisura, de manera que saca la boca del agua y le toca la parte delantera de la nariz mientras se ríe como un endemoniado y nos grita que no es peligroso mientras nos enseña las manos: de diez dedos, le faltan cuatro. Volveré pronto, pero todavía no.
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