Massive Attack, oscuridad y asfixia en el Sónar
El dúo de Bristol abrió anoche el festival barcelonés con un espectáculo repleto de mensajes contundentes pero algo menos impactante de lo esperado
david morán
Fue una noche de ritmos asfixiantes, sacudidas visuales y mensajes contundentes. Una escaramuza sintética que transformó el arranque nocturno del Sónar en una humeante y tóxica reivindicación de la oscuridad y sus consecuencias. ¿Baile y fiesta? Para nada. Si alguna de las 13.000 personas ... que se desplazó anoche a la Fira Gran Via de L’Hospitalet llegó dispuesta a dejarse la cadera en la pista, se le debieron pasar las ganas de golpe en cuanto el dúo de Bristol transformó el escenario en una trinchera y el SonarClub en un nuevo frente de esa batalla que lleva librando desde hace más de una década.
Cada vez más alejados del trip-hop que patentaron con «Blue Lines» y embarcados en una travesía alrededor de las mutaciones estilísticas, los nuevos ritmos urbanos y las atmósferas licuadas, Massive Attack llegaban a Barcelona para presentar un nuevo espectáculo, aunque el peso del repertorio recayó, una vez más, en perturbadoras versiones de «Angel», «Teardrop», «Safe From Harm» o «Unfinished Sympathy». Clásicos en versión turbia ensartados entre piezas de estreno y punzantes machetazos ambientales con los que los británicos, antaño revisionistas del soul y los ritmos jamaicanos, confirmaron su ingreso en la facción más oscura y asfixiante de la electrónica contemporánea.
Eso sí: tanto se había hablado del show tecnológico nunca antes visto, de un estreno mundial de alto impacto audiovisual, que al final el componente visual acabó sabiendo a poco. De hecho, por momentos parecía una versión apenas retocada de aquella otra gira que, hace una década, les llevó a ilustrar sus conciertos con mareantes cifras de gasto militar y muertos en conflictos bélicos. Como en aquella ocasión, los británicos utilizaron las pantallas para lanzar mensajes provocadores y salvas anticapitalistas, relacionar el gasto militar con el presupuesto de videojuegos violentos, recrear sorprendentes búsquedas en Google y apuntar directamente a los males de la sociedad de consumo detallando la composición de ciertos medicamentos y exhibiendo logos de grandes corporaciones. También como hace diez años, aprovecharon para interpelar directamente al público lanzando mensajes en catalán en los que cuestionaban el coste del Mundial de Fútbol o imaginaban titulares imposibles, pero a esas alturas ya era imposible sacudirse de sensación de déjà vu robotizado e informatizado.
Acrobacias electrónicas
El Sónar siempre se ha caracterizado por poner a prueba sus propios límites y subvertir cualquier posible frontera, pero con esta nueva edición se diría que se ha propuesto también centrifugarse a sí mismo y reformular el propio concepto del festival. Solo así se entiende que el Village, tradicional espacio de recreo y deshinibida ágora de baile y alborozo, presentase ayer por la tarde un aspecto algo más despejado de lo habitual. Había gente sacudiéndose con el funk sintético de Bflecha, sí, pero menos de la que cabría esperar. Nada que ver, en cualquier caso, con la aglomeración que esperaba a las puertas del Complex a Daito Manabe, quien aterrizó en el Sónar sobrado de audiencia y también de expectación. ¿La razón de tanto revuelo? Un deslumbrante espectáculo, mitad concierto mitad performance tecnológica, en el que el japonés combinó el vuelo y baile de drones con una prodigiosa concepción audiovisual: una sesión de videomapping con las túnicas de tres bailarinas de danza contemporánea como lienzo y crujidos industriales como banda sonora. Un ejemplo perfecto de la dirección que parece querer tomar el Sónar que, sin embargo, llegó con veinte minutos de retraso y se acabó haciendo corto.
Así, más cerca del laboratorio y de la galería de arte que del festival musical al uso y a la espera de que Richie Hawtin se transformase en Plastikman para plantar su imponente obelisco luminoso en el Village, el Sónar abrió ayer una nueva edición que ya se adivina triunfal reforzando la sensación de que quedarse quieto más de cinco minutos implicaba perderse otras tantas cosas interesantes. Veamos: mientras el alemán Nils Frahm cautivaba al público alternando caricias de piano y abruptas sacudidas ambientales escupidas por un secuenciador, los canadienses Nicolas Bernier y Martin Messier creaban a ritmos y sonidos a fuerza de exprimir y golpear una suerte de telar mutante y el sótano del festival, entrañas industriales consagradas a la investigación, el desarrollo y, en fin, el manoseo curioso por parte del público, desbordaba creatividad entre gafas de realidad aumentada, novedosos instrumentos de percusión, maratones de programación e ingenios tecnológicos de lo más variado.
En el escenario Dome, laboratorio musical en la que Red Bull Music Academy celebra su décimo aniversario, triunfaron el electropop de De la Montagne y los vaivenes étnicos de Débruit & Alsarah, y en lo más alto del pabellón de la Fira, James Murphy y 2manydj’s enceraban con su proyecto Despacio la pista de esa discoteca improvisada que hubiese hecho las delicias del Tom Wolfe de «Underground de mediodía». Ahí estaba el exlíder de LCD Sounsystem, rodeado por siete torres de altavoces de sonido envolvente y repartiendo ritmos dislocados para demostrar que, a pesar de todo, al Sónar también hay quien sigue yendo únicamente para dar rienda suelta al arrebato electrónico.
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