Hazte premium Hazte premium

En la «Cataluña feliz» no cabían los toros

El nacionalismo urdió acabar con la Fiesta por considerarla ajena a Cataluña. El próximo domingo se cierra el cerco: la Monumental anuncia su última corrida

En la «Cataluña feliz» no cabían los toros ELENA CARRERAS

ángel gonzález abad

El 20 de marzo de 1980 Jordi Pujol ganó las elecciones autonómicas y se convirtió en presidente de la Generalitat. Ese día comenzó la carrera hacia una Cataluña feliz, hacia la Cataluña del seny y la rauxa —de la cara amable a cualquier precio al arrebato iracundo—, hacia una Cataluña única en la que no tenía cabida lo que desde el nuevo nacionalismo se demonizó como cultura española, españolista o españolizante.

Y entre los signos que había que erradicar estaban las corridas de toros. Aquel 20 de marzo de 1980 comenzó a estrecharse un cerco sobre la Fiesta, un plan de ataque que el próximo domingo tendrá su punto final con la celebración de la última corrida de toros en la plaza Monumental de Barcelona. Atrás, cien años del toreo en su ruedo; como en Las Arenas, ahora un centro comercial; como en El Torín de la Barceloneta, baluarte de afición y salvaguarda del ocio en las revueltas sociales de finales del XIX y comienzos del pasado siglo; como en Figueras, Gerona, Olot, Tarragona... Cosos cerrados a lo largo de un proceso milimétricamente trazado con mano de hierro y guante de seda.

Fiesta «franquista»

«Franquista y para turistas»: fue el lema para repudiar la Fiesta en una tierra íntimamente ligada al atávico juego con el toro. Trataron de borrar que una parte muy importante de la historia del toreo se ha escrito en plazas catalanas, que la tauromaquia forma parte de la historia de Cataluña. Y comenzó a urdirse el cerco.

La vigencia de las corridas de toros en los años 80, con numerosas plazas catalanas en plena efervescencia, no hacía aconsejable plantear la prohibición. Pero sí se puso en marcha una estrategia con una herramienta fundamental para alcanzar la abolición, aprobada finalmente por el Parlament en julio de 2010 y que ahora se consuma si el Tribunal Constitucional no dice lo contrario. La Ley de Protección de los Animales de 1988 y sus remodelaciones han sido la pieza clave en todo el proceso.

De «Cataluña y el resto de España» se pasó a «Cataluña y España», un matiz esencial en el que la Fiesta de los toros se convirtió en una de las dianas donde el Govern presidido por Jordi Pujol durante 23 años marginó fundamentalmente manifestaciones culturales calificadas por los propios nacionalistas como ajenas a Cataluña. Nadie se ocupó entonces de analizar toda la carga antropológica del toro en la cultura del Mediterráneo ni la profunda huella que la celebración de corridas de toros durante doscientos años ha dejado en la sociedad catalana. Sin duda, hubiera aguado los intereses políticos de crear un sentimiento nacional en el que los toros fueron catalogados como una fiesta «extranjera».

La referida ley prohibió la celebración de festejos en plazas portátiles. Se limitó de esta forma la libertad para organizar espectáculos, incluidos los festejos populares como la suelta de vaquillas. Hubo incluso un veto hacia los correbous —curiosamente levantado en el mismo momento en que se prohibieron las corridas—, de honda tradición en amplias zonas de Cataluña, como el Delta del Ebro, y solo se autorizaban en las poblaciones que podían demostrar una tradición. La Ley de Protección de los Animales prohibía la entrada a las plazas de toros a los menores de 14 años, pero, aunque la presión popular consiguió que se permitiera su acceso si iban acompañados, en 2003 se obligó a cumplir estrictamente el articulado.

Para entonces, la actividad en las plazas de toros catalanas había languidecido y prácticamente solo la Monumental de Barcelona mantenía viva una temporada. Viva pero con una laxitud empresarial por parte de la propiedad, la empresa Balañá —al frente de la plaza desde los años veinte—, una de las organizaciones taurinas más importantes de la historia del toreo. En este tiempo, pese a mantener una programación continuada, la ausencia de la mínima promoción —solo para espectáculos puntuales— y la deriva de sus intereses económicos hacia otros sectores, como las salas de cine y de teatro, produjeron que el camino hacia la Monumental fuera cayendo en el olvido de los barceloneses.

Habían pasado veinte años y el cerco había conseguido cerrar todas las plazas catalanas excepto la de la Ciudad Condal. Mientras tanto, el sector taurino nacional —empresarios, ganaderos y toreros— contemplaba la situación siempre de soslayo. Era, pues, el momento de asestar el golpe definitivo. ERC en el poder, formando parte del tripartito en la Generalitat y en el Ayuntamiento de Barcelona, se lanzó a tumba abierta. La capital catalana es declarada antitaurina en 2004 y después los republicanos proyectan su propuesta de suprimir la muerte del toro en la plaza. Una legislatura más tarde llegó la Iniciativa Legislativa Popular al Parlament, y la prohibición final en la que a la mayoría de diputados convergentes, republicanos y ecocomunistas de ICV se unieron algunos socialistas.

El toro, la «excusa»

Y todo dentro de la Ley de Protección de los Animales, una «excusa» a juicio de quienes defendieron en la Cámara catalana la Fiesta, en un debate estéril en el que quedó claro que se trataba de eliminar un vestigio de lo que la Cataluña oficial insistía en ver como una Fiesta española. «Las motivaciones humanitarias con relación a los toros no son más que una cortina de humo. Aquí el fondo es otro muy distinto», escribió en estas mismas páginas el dramaturgo Albert Boadella, haciéndose eco de la sensación generalizada que han vivido durante años los aficionados a los toros en esa tierra. «Renegar de tus antepasados es renegar de tu propia sangre», clama el presidente de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña, Luis María Gibert, uno de los bastiones de la resistencia taurina ante el acoso político.

De lo que no podrá renegar Barcelona es de su estética taurina, con dos plazas de toros que forman parte de su paisaje. Las Arenas, el pasado convertido en un templo comercial; la Monumental, resistiéndose a la puntilla con la que quieren hacer olvidar tantas tardes de alegría y gloria, de inspiración, de tragedia y llanto. Cómo olvidar que en la vieja plaza de El Torín una tarde de mayo se tocó por primera vez la música durante la actuación de Lagartijo; o que Manolete toreó más de setenta corridas en Barcelona, la plaza en la que más veces actuó; o los vítores a Alfonso XIII y a la Reina Victoria Eugenia durante la conocida como Corrida Regia en Las Arenas...

En la Monumental hicieron historia Joselito y Belmonte, y aún se escuchan las ovaciones a los Bienvenida, a Pepe Luis Vázquez, a Domingo Ortega, a tantos toreros catalanes, a Chamaco, un auténtico fenómeno sociológico en los cincuenta. Incluso al empresario Pedro Balañá Espinós —Don Pedro—, que entendió como nadie el negocio taurino y, antes de que sus descendientes se plegaran al aluvión nacionalista, consiguió que su plaza estuviera incluso por encima de la madrileña de Las Ventas en calidad y cantidad de festejos. La afición de Barcelona vibró con José Tomás, su último ídolo, y, aunque la suerte política está echada, lucha por seguir viva, por que nadie le haga renegar de su pasado.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación