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El PSOE usa el relevo de Zapatero para aliviar la presión electoral

Rubalcaba, Blanco y los felipistas tratan de controlar el tránsito al poszapaterismo, con Chacón a la espera

EFE

IGNACIO CAMACHO

Nadie sabrá nunca si fue una filtración interesada o una simple indiscreción al calor de una charla «off the record». De un modo u otro, la confidencia que el ministro Ramón Jáuregui deslizó esta semana a un grupo de periodistas se ha convertido en la confirmación oficiosa de que el relevo del presidente está decidido y pactado a la espera de que el interesado fije la fecha de su comunicación pública. En vísperas del acuerdo sobre la reforma de las pensiones, de enorme impacto electoral, y en medio de una creciente presión interna en el Partido Socialista para que el anuncio de retirada se produzca antes de las elecciones locales y autonómicas de mayo, la inopinada revelación del ministro ha sacado el asunto de la amortización de Zapatero del ámbito especulativo para situarlo en el primer plano de la agenda política.

En una cuestión de naturaleza tan personal, en la que sólo el presidente tiene la última palabra —al menos sobre la renuncia, porque sobre la continuidad ya le advirtió Felipe González, a modo de amenaza, que no podría soslayar al partido—, solo existen a día de hoy tres aspectos verificables de manera objetiva. Uno, que el propio Zapatero se mueve entre estados de ánimo variables y contradictorios, una oscilación interior balbuceante y trémula en la que se va abriendo paso con fuerza la idea de no repetir candidatura. Dos, que la mayoría del partido desea que se retire por considerar que constituye un lastre para los intereses electorales. Y tres, que el aparato dominante tanto en el partido como en el Gabinete, es decir, la pinza Blanco-Rubalcaba más la influyente vieja guardia felipista, intenta controlar el tránsito hacia el poszapaterismo desde la premisa de que el vicepresidente es el hombre más idóneo en estos momentos para hacerse cargo de la candidatura.

Fuera de esta tríada de certezas entramos en el plano de la especulación. Ni siquiera está claro si la brusca inserción del debate sobre el relevo de líder obedece a la existencia de una decisión del presidente o al intento interesado de forzar una situación de hechos consumados, dando por amortizada su etapa en el momento en que el Gobierno se asoma, con la antipática reforma de la jubilación, a un auténtico abismo de impopularidad. Incluso aceptando que tenga decidido el paso atrás, se abre un abanico de dudas sobre el momento en que deba hacerlo público. Los barones autonómicos, con el extremeño Fernández Vara y el manchego Barreda a la cabeza, presionan para que sea antes de las elecciones de mayo, con el fin de movilizar a los votantes desengañados del zapaterismo y evitar el descalabro que anuncian las encuestas. Pero un anuncio prematuro haría trizas el resto de la legislatura, que Zapatero desea aprovechar para concluir su forzado programa de reformas, y provocaría de hecho una sensación de vacío de poder. La opción de «abdicar» en Rubalcaba haciéndolo elegir presidente tropieza con el serio inconveniente de la investidura, que habría que negociar con unos nacionalistas poco inclinados a esta maniobra. De otro lado, la nominación de un candidato a un año vista otorgaría al PP facilidades para abrasarlo políticamente en el último tramo preelectoral. Caso de optar por el relevo, el presidente parece inclinarse por llevarlo a cabo el otoño. Un momento en que cualquier candidatura sorpresa podría provocar un efecto desconcertante en el adversario.

Pacto de hierro

Y luego está la cuestión del cartel propiamente dicho. La apuesta por Rubalcaba cuenta con los importantes respaldos antes citados, configurados en torno a un núcleo de poder formado por el propio vicepresidente y José Blanco, que blasonan en privado de ser los factótums de Gobierno y partido a través de un pacto de hierro entre ellos, anudado desde fuera por los sectores políticos y mediáticos vinculados al felipismo. Pero el consenso sobre esa operación no es en absoluto unánime, sobre todo entre la dirigencia surgida al calor del zapaterismo puro —Pajín, Chacón, Aído, Madina, Tomás Gómez, etc—, y la estructura funcional del PSOE dificulta un dedazo por cooptación. El reglamento interno favorece las aspiraciones de cualquier dirigente que se sienta capaz de recabar apoyos para pedir primarias o presentarse a un congreso de confrontación abierto. Vara y José Bono evitan pronunciarse al respecto, pero sus nombres se mencionan «sotto voce» en algunos círculos disidentes del actual aparato dirigente. Y la candidatura de Carmen Chacón, en la que el propio Zapatero pensaba como sucesora durante sus años de hegemonía indiscutible, permanece al fondo de cualquier debate por más que Blanco y Rubalcaba lleven meses tratando de convencerla de que espere a 2016, asegurándole un pacto de apoyo para promoverla al frente del partido en el más que probable caso de derrota en 2012.

Una derrota que en estos momentos parece inevitable incluso para un alto porcentaje de votantes socialistas, y para tres de cuatro electores de toda España. Si antes de otoño los casi 18 puntos de ventaja del PP en las encuestas no bajan al menos a 10 ó 12, el mecanismo de sucesión estaría destinado, en el mejor de los casos, a minimizar el tamaño del revés y evitar la mayoría absoluta de Rajoy. Los partidarios del relevo están convencidos —de hecho es su principal argumento de presión— de que el recambio de candidato promovería automáticamente un rearme del electorado de izquierdas, para el que Zapatero se ha convertido en una rémora, y permitiría al PSOE presentarse a las elecciones con cierto margen de esperanza.

Y es que, en sólo dos años, el presidente se ha achicharrado a consecuencia de su política frente a la crisis económica. Todavía en noviembre de 2008 su valoración pública alcanzaba la nota de aprobado, pero a medida que la recesión se fue haciendo patente mientras el Gobierno la negaba con contumacia comenzó el desplome. En mayo de 2009, con el paro en crecimiento exponencial, la nota bajó a 4,4, y desde entonces no se ha detenido el descenso. En mayo de 2010, cuando Zapatero tuvo que aceptar un giro diametral de su estrategia proteccionista, una verdadera enmienda a la totalidad de su propia política ante la amenaza externa de suspensión de pagos, los sondeos experimentaron una fortísima sacudida, la imagen presidencial quedó triturada y la ventaja del PP se disparó. En otoño, el presidente manchego Barreda pronosticaba una «catástrofe electoral» si no se producía «un cambio de rumbo», léase de Gabinete y de primer ministro. En diciembre, por primera vez desde 2004, el líder socialista tenía —tras hacer una crisis de Gobierno— una valoración personal más baja que su adversario Mariano Rajoy. Paralelamente, el prestigio de Rubalcaba se alzaba hasta consolidarlo como el dirigente socialista más apreciado.

Expiación

Las encuestas son sólo eso, encuestas, retratos sociológicos efectuados en un momento concreto, pero Zapatero ha gobernado siempre con la mirada puesta en los movimientos de la opinión pública. Los depositarios habituales de sus confidencias transmiten la sensación de que ha decidido inmolarse llevando a cabo una serie de reformas estructurales que negó a conciencia durante los dos primeros años de la crisis. Según esta interpretación, el líder socialista sabe que esa reconversión forzosa de sí mismo ha pulverizado su liderazgo y pretendería hacer del defecto virtud para cerrar su mandato con una especie de expiación, de sacrificio propio, cerrándose en banda a cualquier hipótesis de final anticipado de la legislatura y dejando abierta hasta el último momento la posibilidad de volver a presentarse o incluso sacarse de la manga un candidato/a inesperado. La oposición, con fijación unívoca en la alternancia de poder y el adelanto electoral, no le da crédito y los ciudadanos tampoco parecen inclinados a apreciar su nuevo avatar reformista. Aunque jamás ha pronunciado palabra que suene a autocrítica o a contrición, alguna vez ha comentado en privado que, si acaso no haya sabido ser un buen presidente, está dispuesto a ser un buen expresidente que no cometa los errores de encono de sus antecesores González y Aznar. En el PP están dispuestos de buen grado a facilitarle el propósito.

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