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Cataluña y las argucias de Zapatero

Una deflación política es el rasgo predominante actual de la vida pública catalana que así se hace de menos relevancia para sus propios intereses y para contribuir a las sinergias generales de España. Los procesos dinámicos catalanes cuentan menos por qué así lo han querido. Si las pulsiones e inercias nacionalistas no lo impiden, hay un camino entre una ciber-voluntad puesta a la altura épica de Verdaguer o el descenso a una página sombría de Tito Livio. En la trama política catalana, tan peculiar y tan erosionada, los precios de bienes y servicios han bajado al decaer la demanda, hasta el punto de que deje de circular el dinero, es decir, la política. Es el efecto principal de la deflación política, con el dinero de la confianza cívica retenido y fuera de circulación o registrado en forma de abstencionismo. Hace ya muchos años que el arancel no tiene valor determinante. Luego vino el pactismo. Eso quedó sustituido por contribuir a la gobernabilidad de España. Ahora, no se sabe. Por eso la sociedad catalana carece de la suficiente confianza en sí misma, en sus poderes y voluntades, al tiempo que no parece capaz de dar la necesaria confianza al conjunto de la sociedad española.

El nuevo «Estatut» ya fue en su día un producto deflacionario. Con los pactos del Majestic entre CiU-PP en abril de 1996, una de las contraprestaciones del pujolismo consistía en no reclamar ni un nuevo "Estatut" ni una reforma estatutaria. Era como reconocer sabiamente que la reinvidicación estatutaria no tenía una apreciación multitudinaria, por una manifiesta caída de la demanda, si es que la hubo desde el primer estatuto, en 1979. En las etapas políticas posteriores -Maragall, Montilla, Tripartitos- se pretendió todo lo contrario, en un pulso cada vez más endeble contra esa deflación política, hasta el punto de que se acabó por dejar las calles engalanadas para el desfile de un nuevo «Estatut» en el que solo creían reducidos sectores de Cataluña y que ni tan siquiera la clase política catalana deseaba aunque proclamase lo contrario. Antes de sumarse al nuevo proceso estatuario, la CiU de Artur Mas tuvo que caer en una tremenda emboscada zapaterista, en la que Rodríguez Zapatero garantizó que Mas gobernaría después de las elecciones si era el más votado para la Generalitat y que no habría otro Tripartito.

En el penúltimo rellano antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el «Estatut», José Montilla intenta impulsar una postura «de unidad a la catalana» exigiendo la reconstitución del TC, en alarde de exótico pluralismo y de una «Cataluña de todos» que margina al PP -como ya se hizo en el Pacto del Tinell- y al partido de Ciutadans. Una vieja resquebrajadura aparece en el desconchado techo común del PSC-PSOE porque Zapatero sigue en un lecho de faquir ajeno a la recomposición del TC y a la espera de que escampe. No es que a Montilla le impulse un interés mito-poético por el «Estatut»: solo le incentivan unas encuestas electorales en las que CiU avanza de modo significativo. En el PSC-PSOE ya solo mandan los capitanes del cinturón industrial de Barcelona y de todos los capitanes quien manda más es Montilla. Perder el poder sería ver desintegrarse el propio ADN, de modo prosaico-trágico. Amplias redes de suma inacción genérica han debilitado las energías políticas, sociales y económicas de la Cataluña civil que en un pasado ya muy lejano tuvo aspiraciones regeneracionistas.

Bajo la concha del apuntador, Zapatero está en una partitura por ahora distinta después de haber sido el máximo instigador del nuevo «Estatut», el padrino del Tripartito y expendedor de la franquicia contra el PP todo vale porque PP es igual a Franco. Eso, claro, lo dice el PP. Pero no cuesta creer que Zapatero haya sido el principal deflacionista de la política catalana. Quien podía sospecharlo cuando en diciembre de 2003 dijo con mirada de entusiasmo: «!Apoyaré el «Estatut» que salga del Parlament de Catalunya!»

Ser un elemento nuclear del socialismo en España y amagar con no asumir una sentencia del TC sobre el «Estatut» no es lo mismo que ser secesionista según los postulados de ERC. Es mucho peor. Lo más posible es que José Montilla vaya de farol -como tantas veces lo hizo el PSC al amenazar con pedir grupo parlamentario en La Carrera de San Jerónimo-, pero el gesto es muy feo, retóricamente procaz y desleal tanto con el PSOE como con el «corpus» institucional hispánico. ¿Habrá o no sentencia del TC -ciertamente tardío en sus pronunciamientos- antes de las elecciones autonómicas? ¿Qué suerte de gestualismo institucional prepara José Montilla para oponerse al Estado? No hay manera de explicarle creíblemente a la sociedad española que la clave de todo sería deslizarse por el tobogán de la bilateralidad.

Apelar a la conciencia de una Cataluña mítica que se enfrente al TC o niegue el valor de las sentencia sobre el «Estatut» carece de futuro, por mucho que Montilla sugiera que el TC no puede oponerse a ningún enunciado del «Estatut». Dicho de otro modo: ni pivota ahí el futuro de la Cataluña real. No se sabe a que otras conciencias -salvo la ficción, la leyenda o farsa- puede apelar José Montilla después de haber tenido el poder y haberlo dejado a la altura de aquellas chapuzas en las que el sentido del ridículo involucra incluso al enemigo político más irreductible. Es el caso, como ocurre con Montilla, de haber querido ser el hombre fuerte del Estado en Cataluña para acabar buscando en el occipucio del Tribunal Constitucional aquella vértebra axis en que la que el punzón de hierro del garrote vil acaba con la vida del condenado.

Es así como la política deflaciona; deflaciona mecanismos vitales de una sociedad plural aunque parezcan desactivados. Hay un margen prácticamente nulo para hablar de las dos almas del socialismo catalán, PSOE y PSC. Lo que queda en pie es un viejo instinto, una concentración inusitada de poderes opacamente imbuida de restos identitarios en contradicción constante, de subterráneos transversales que intercomunican bastiones políticos y mediáticos del poder. Para llegar a donde quería, el PSC -con los chicos más listos e ilustrados en sus filas, con profesores de bibliografía italiana e intelectuales de obra escasa- ha ido dejando los últimos jirones de lo que algún día ya muy lejano se propuso ser y que, en la antepenúltima de sus dislocaciones, ya solo consiste en ir lanzando piedras contra la sede del Tribunal Constitucional como si definitivamente nada más contase. A Zapatero eso le complace íntimamente y le perjudica públicamente. Es que nadie está a salvo en una sociedad políticamente deflacionada.

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