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Miedo a la democracia

CON frecuencia reparamos en los defectos que un sistema tan anticipado como el de la democracia acusa entre nosotros. Con más frecuencia aún somos capaces de hacer un diagnóstico certero para terminar reconociendo que nada podemos hacer. ¿De verdad lo creen así? No será que no queremos, que admitimos cómodamente que una vez conseguido el poder por esa laboriosa máquina que son los partidos se hace inviable cualquier tipo de reforma. De todos los cambios necesarios para hablar de una democracia auténtica, sin ataduras ni miedos, el de la reforma de la Ley Electoral es el más importante. Lo es por definitivo, porque de no hacerlo quien puede y debe lo harán los ciudadanos, cada vez más instalados en la sospecha de que el sistema está lleno de trampas.

Si no cambiamos esta ley la democracia se vaciará -ya lo está- y sólo servirá para que de vez en cuando metamos un voto en la urna. Un voto que introducimos impulsados por una idea, por lo general de nuestros padres cuando no -penosamente- por la de nuestros abuelos. Un voto que introducimos sin saber a quién votamos. No conocemos a las personas, sólo las siglas. No podemos elegirlas pero podemos votarlas. Nos dicen que ahí está la lista del Senado, pero no, oigan, no nos mientan con tanta afición. Eso no es una lista abierta, más parece una quiniela sin premio. ¿Es esta la democracia que podemos construir? No, no es democracia, es un entretenimiento que algunos califican de fiesta de la libertad. Pero qué fiesta es esta en la que salen elegidos partidos cuya naturaleza es contraria a la propia existencia de España; qué tipo de sistema es este que hace que en las Cortes Españoles se sienten gentes que trabajan por los territorios y no por las personas; qué tipo de democracia es la que hace que los mansos diputados voten leyes sin conocerlas, obedeciendo el dedo del portavoz; qué tipo de sistema es el que permite que el voto de un gallego un vasco o un canario valga más que el de un ciudadano de Toledo, Jaén o Zamora. Y sobre todo, por qué tenemos tanto miedo a la democracia.

Hace un tiempo, el ex presidente de Extremadura Rodríguez Ibarra dijo que, puesto que el Senado es la Cámara de las autonomías, los partidos nacionalistas deberían estar allí y no en el Congreso, que vela por el interés de todos los españoles. Le llamaron de todo menos bonito, y eso que muchos pensamos que sigue teniendo razón. Hace una semana Rosa Díez echaba estas cuentas: al PSOE y al PP un escaño les cuesta 66.000 votos; a IU y a UPyD, 484.000. ¿Una imperfección del sistema? No, mire usted, un escándalo. No les digo cuántos votos les cuesta el escaño a los nacionalistas porque no quiero amargarles el día en que vuelven al trabajo. Pero si, un escándalo, una provocación a la que llaman democracia. Ellos verán. ¿O no lo ven?

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