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Las cajas del dolor

POR debajo de las dolorosas cicatrices del tiempo supura aún una deuda de conciencia pendiente desde aquellos malditos días de marzo, cuando los demonios de la sangre nos pusieron a todos delante de una prueba que no superamos. Nadie ha entonado aún la palinodia de todos los errores cometidos, de los abusos sectarios y de las reacciones espasmódicas que marcaron para siempre una semana de plomo, rabia y miedo cuyos demoledores efectos procuramos disimular bajo el discurso confortante pero victimista de la emotividad, la memoria y el sufrimiento. Pero ahora que las heridas morales duelen un poco menos quizá sea tiempo de empezar a admitir que acaso no nos sobren motivos de orgullo.

Falta, en primer lugar, la autocrítica del aznarismo por su contumaz empeño en adjudicar a ETA la autoría de la masacre, prolongada más allá de las evidencias a través de una tortuosa teoría de conspiraciones. Tampoco los socialistas han mostrado arrepentimiento alguno de su espuria, cínica y ventajista manipulación del dolor colectivo, que los catapultó al poder sobre una ola de conmoción ciudadana. Y sobre todo, queda pendiente el análisis objetivo del comportamiento popular, más cercano a un desordenado ataque de pánico que a la reacción serena de una sociedad consciente de hallarse en la diana de una ofensiva contra sus valores primordiales.

El vuelco electoral resultó una consecuencia lógica de aquella mezcla de alarma y rabia en la que mucha gente se sintió estafada por un Gobierno incapaz de oír sus clamores, pero más allá de eso hay que preguntarse por el sentimiento de capitulación que el atentado despertó en una colectividad amenazada. El shock emotivo de la matanza puso en crisis nuestra estructura moral y la dejó en un estado de debilidad pusilánime. Ése fue el principal triunfo de los terroristas: que la sociedad se comportó exactamente como ellos esperaban, presa de un síncope de medroso encogimiento que impidió el cierre de filas y dirigió la respuesta hacia el enfrentamiento interno.

Ese encogimiento reactivo, esa réplica dolorida y asustada, se observa seis años después en el minucioso estudio que unos investigadores del CSIC han realizado sobre los testimonios del luto popular que durante semanas se acumularon en los escenarios de la tragedia. La clasificación de los setenta mil exvotos espontáneos dibuja el retrato de una comunidad sobrecogida, paralizada, inerme, que en su bloqueo moral buscaba más consuelo que firmeza. Las cajas negras del dolor revelan hasta qué punto quedamos incapacitados para responder a la magnitud del ataque: de alguna manera declaran casi un vago sentimiento de culpa, una turbada confusión masiva que, vista desde hoy, se parece demasiado a la manifestación de una derrota. Y ésa es una autocrítica o una expiación que quizá aún no estemos preparados para asumir sin enfrentarnos al antipático reflejo de una debilidad inconfesable.

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