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Todos los hermanos eran valientes

FUE en Los Ángeles, en el verano del año 2000, con motivo de la convención demócrata que habría de elegir a Al Gore como candidato a la presidencia de los Estados Unidos para las elecciones de noviembre. En la larga lista de los notables que ... estaban tomando la palabra para endosar la candidatura del todavía vicepresidente de Bill Clinton era Ted Kennedy al que correspondía la última de las presentaciones. Y el avejentado senador, pasado abundantemente de peso, castigado por la artrosis, lento de movimientos, pareció transformarse ante los micrófonos y atronó el gigantesco local con su bien modulada voz de barítono celta para anunciar que en aquella ocasión, rompiendo una práctica en su comportamiento político, apoyaría públicamente a un candidato demócrata a la presidencia del país. «Manifestando mi solidaridad con la candidatura de Al Gore», dijo, «es sólo la tercera vez que ofrezco mi endoso. Las otras dos veces que lo hice», continuó, «fue en apoyo de las candidaturas de mis dos hermanos». Tras unos segundos de estupefacto silencio, los miles de personas que abarrotaban el recinto rompieron en una interminable ovación. El ya viejo Kennedy, el más joven y problemático de los hermanos, el que pudo y no quiso o no supo encarnar la continuidad de la promesa familiar tras las tragedias acumuladas, era capaz de volver a representar en Los Ángeles la perdida magia del sonoro nombre. Y con ella la certeza, en tantas otras ocasiones traicionada, de que mas allá de los pecadillos de Clinton, de la estolidez de Gore, de sus manifiestas malas relaciones, de las vacilaciones doctrinales y estratégicas que durante décadas habían lastrado la expectativa demócrata, el futuro era suyo. No lo fue: un gobernador de Texas por nombre Bush, cuyo mayor mérito radicaba en ser hijo de un presidente del mismo nombre, acabaría, con el apoyo del Tribunal Supremo, por ocupar el Despacho Oval de la Casa Blanca.

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