El Sónar cierra su XVI edición con unas cifras de asistencia de 74.300 personas
Se acabó el Sónar y, entre muchas otras cosas, nos deja para el recuerdo la imagen de un descamisado que paseaba por el CCCB luciendo espalda y exhibiendo un gigantesco tatuaje en el que podía leerse «I Love Techno». Es feo, sí, pero es lo ... que hay. Y precisamente ese amar locamente el techno como si el mundo fuese a acabarse mañana es lo que buscaban muchas de las personas que deambulaban anoche por el recinto ferial de Montjuïc 2 y acabaron hincando la rodilla ante los púlpitos de Jeff Mills y Carl Craig.
El interés, sin embargo, no estaba en las caderas hechas fosfatina y los higadillos triturados que la gente dejaba por ahí tirados mientras Mills y Craig le daban al pueblo lo que es del pueblo, sino en el duelo que protagonizaron antes Animal Collective y Orbital. Visitantes contra residentes. El pop del futuro contra la electrónica de los noventa. Allá vamos, pues.
Autismo y maravilla
A Animal Collective, socorristas de la penúltima playa del pop y orfebres de la electrónica de arte y ensayo, apenas se les pueden poner pegas, aunque más de uno los acabase desechando por raros o, peor aún, por listillos. El caso es que lo suyo, pura alquimia sonora, fue una rara mezcla de autismo y maravilla; uno de esos conciertos-interruptus en los que el público tuvo que contenerse las ganas de menear trasero –no había más que ver el griterío que se desataba en cuanto el secuenciador se salía de madre- y atender con cara de interés a los enrevesados teoremas sonoras de “Merriweather Post Pavillion”.
Quizá les faltó a los de Baltimore sacarle algo más de jugo a las proyecciones e irse un poco menos por las ramas en sus excursiones psicodélicas pero, aún así, lo suyo fue una precisa exhibición de pop a seis manos y tropecientos botones con voces y teclados sampleados en directo y un constante ir y venir rítmico entre la herencia africana y la pulsión industrial. Empezaron, como hemos dicho, algo autistas, regateando bases y metiendo poco a poco la patita en el universo de fantasías digitales de “My Girls”, pero poco a poco fueron desatándose y acabaron lanzándose en plancha y realizando todo tipo de tirabuzones desde ese trampolín que es su discografía.
Orbital intravenoso
Es cierto: Animal Collective se pasaron de teóricos en una noche que pedía a gritos más práctica, pero para liberar tensiones ya estaban Orbital, auténticos triunfadores de la noche –a ojo, más de doble de público que los estadounidenses- y prueba irrefutable de que el Sónar también puede generar sus propios clásicos. Los británicos salieron a hombros en el 95 y en el 99 y el completaron anoche el triplete con una nueva lección magistral de electrónica para las masas.
No solo llenaron el gigantesco SonarClub hasta la bandera, sino que dejaron la pista hecha unos zorros con churretones de acid, bajos que retumbaban hasta hacerle a uno saltar a los empastes y requiebros rítmicos que llegaban a la pista transformados.
Lo dicho: electrónica de masas para gozo y disfrute de las ídem. Fieles a su concepción global del espectáculo, los hermanos Harthnoll salieron a escena con sus ya célebres gafas-linterna, idearon unas espléndidas proyecciones visuales y, faltaría más, no se olvidaron de himnos como “Halcyon”, “Satan” y «Chime». Fue nostálgico, sí, pero precisamente de eso se trataba.
Susto o muerto
Según la hora, asomarse a otros escenarios podía suponer tropezarse con el británico Rob Da Bank pinchando drum’n’bass quebrantahuesos o llevarse un susto de muerto al descubrir a Karin Dreijer Andersson, alma y cerebro de Fever Ray, acunando sus nanas apocalípticas con inquietante soltura. Entre la voz de serrucho oxidado que gasta la sueca, las pintas de enterradores del futuro de sus músicos y la penumbra del escenario, el estreno de su debut homónimo resultó una de las sorpresas más gratas y, al mismo, aterradoras de ayer sábado.
El sábado es también el día en que el suelo está más pegajoso de lo normal, se multiplica el número de personas que brincan y dan palmas y, resumiendo, la población de gente tirando a rara se dispara de forma alarmante, por lo que la prudencia invita a retirarse pronto. Aunque, bien pensado, no se hizo el Sónar para personas prudentes. O tal vez sí. El caso es que, prudentes o no, al final han sido 74.300 las personas que se han dejado ver por el Sónar 2009, una cifra similar a la del año pasado –fueron 81.000, aunque con una noche y un escenario más- que viene a confirmar que, efectivamente, esto ya no hay quien lo pare.
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