El parque jurásico de Scorsese
Nueva York es una ciudad con dos rostros, uno se refleja en el cristalino celuloide de Woody Allen y el otro en el turbio de Martin Scorsese. Hay ciudades que tienen tantos talentos que la relaten, que su imagen está tan troceada como una de ... las prostitutas de Jack, o de Picasso. Nueva York se puede ver, en esencia y afortunadamente, a través de sólo dos «sensibilidades», con perdón, la de Allen y la de Scorsese, cuajadas en un perfecto par de imágenes: las dos figuras sentadas en el banco, de espaldas y frente al río y al puente de «Manhattan» o la de un taxista loco retándose a sí mismo frente a un espejo. Dos Nueva York, el del paseo con frase y el de la carrera con exabrupto.
Martin Scorsese, cuya cámara ha olido mejor que ninguna otra el asfalto humeante neoyorquino, se preocupa aquí por la prehistoria de la ciudad, cuando no era más que un barrizal con cinco calles y su célebre «skyline» era una raya por trazar, el sueño que precede a la pesadilla. Como todo el cine de Scorsese, esta película tiene su sólida base en esa fragilidad gaseosa de las leyendas, de los cuentos de abuelos y de la eterna confrontación entre lo viejo y lo nuevo: es otro hablar de la mafia pero antes de empadronarse.
Scorsese reconstruye el Parque Jurásico de Nueva York mediante el relato de sus bandas y clanes, de sus peleas, de sus venganzas y romances, y el resultado es un animalón tan grande como un dinosaurio, de casi tres horas (y le tuvo que arrebatar otra más en la sala de montaje), con un arranque todavía no superado en cuanto a su intensidad y brutalidad dramática y a su espectacularidad visual, y con un desarrollo explosivo tanto en sus aciertos como en sus errores (los hilos sueltos que no funcionan).
Aunque Scorsese no lo tuviera programado, su película tenía una múltiple vocación inaugural: nacía el Nueva York «moderno» a los ojos del espectador; nacía, también, un actor distinto, Leonardo DiCaprio, que aunque no se acabe de quitar su cara de niño ha conseguido después para Martin Scorsese interpretaciones memorables; renacía un gigantesco actor, Daniel Day Lewis, que llevaba varios años escondido y salió de su madriguera para convertirse en el tremendo y sanguinario Bill, el Carnicero, un personaje shakespeariano aunque precursor del gore más mugriento... Y nace igualmente un concepto nuevo y utilitario del romance en el cine de aventuras, con una esclerótica y desaprovechada relación entre dos «sanluises» del cine, Leonardo DiCaprio y Cameron Díaz, que ni llegan a rozar con sus yemas el corazón novelero del incondicional del género.
Ningún director, salvo Eastwood, sabe tocar como Scorsese el tambor y el violín con su cine. La épica y la lírica se funden en un beso casi obsceno en muchas de sus películas. En «Gangs of New York» la épica mancilla por completo a la lírica, el tambor no deja casi escuchar los violines, pero, a pesar de ello, permite en un magnífico momento cinematográfico (el del puerto) trenzar algunos conceptos donde se pretende la metralla y la rima: la inmigración, los alistamientos al ejército de la Unión, los ataúdes de vuelta..., tras una epopeya no contada, sino obviada.
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