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El voto a ciegas

EN una partitocracia como la nuestra, cuando el sistema electoral niega la esencia representativa y el Congreso es una mera escenificación litúrgica, el empleo de diputado es algo simbólico y decorativo. Como los maceros que sobreviven en algunos Ayuntamientos, pero sin plumero. Aún así convendría guardar las formas. Lo deseable sería, quizás, un gran pacto para la regeneración democrática y la separación de los poderes del Estado, para que las Autonomías no multipliquen por diez el total del gasto público y dejen sin sentido ni fundamento las más tradicionales instituciones de la Nación; pero, dado que todos, los centrípetos y los centrífugos, se sienten satisfechos con la situación y no se vislumbra posibilidad alguna de revisión constitucional, implántese el disimulo para que el decaído entusiasmo de los contribuyentes no se hunda del todo.

Estoy pensando en el cínico desparpajo de los padres de la Patria, de los 246 diputados que votaron a favor del dictamen de la Comisión del Estado del Diputado. Sólo los portavoces de cada grupo, según costumbre establecida y unánimemente consensuada, conocían el texto que el presidente del Congreso, José Bono, sometía a la consideración de sus señorías. Los demás votaron a ciegas y, al hacerlo, consagraron el derecho de los diputados a compatibilizar su trabajo supuestamente representativo con otros de naturaleza particular y, se supone, lucrativa.

La opacidad arraiga como fundamento de nuestra convivencia. Hasta el Presupuesto se aprueba sin que conste que ese será, y no otro, el capítulo de gastos e ingresos del Estado: aún a sabiendas de que las circunstancias niegan la posibilidad de cumplir lo que se aprueba, una exhibición de desprecio a los electores. Pero que los diputados voten sin saber lo que votan, en la más absoluta oscuridad, es el límite de la decencia democrática. No es cosa de entrar en el fulanismo y subrayar el nombre de los principales beneficiarios de esa conducta laxa y compartida porque lo que realmente se resquebraja con prácticas de esa naturaleza es el espíritu que debiera animar nuestra Constitución y presidir nuestra convivencia; pero una sesión parlamentaria con 336 asistentes y el acuerdo previo de que nadie haga uso de la palabra, en la que se vota algo que la mayoría desconoce y que, en cualquier caso, establece el privilegio de algunos de los votantes es, en el mejor de los casos, un cachondeo.

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