Suscribete a
ABC Premium

Sin respuesta

FUE media hora casi mágica. Ocho o diez ciudadanos, apenas una docena, desenmascararon la logomaquia del presidente, lo pusieron contra las cuerdas, a la defensiva, agarrado al torpe negacionismo de sus propias palabras recientes. Lo encerraron en un discurso vacío donde sólo parecían caber excusas ... y autodesmentidos: no engañé, no sabía, no tengo la culpa, no he dado dinero a los bancos, no quise ofender a la bandera americana, no vendemos armas a Israel. Sus frases huecas -«la economía es un estado de ánimo»- rebotaban contra un auditorio impasible que ya conocía el truco. «Palabras bonitas», le dijeron, «espadachín del verbo». Los quiasmos presidenciales, ese fatuo hablar sin decir, esa pantalla verbal de la nada, se desmoronaron ante una audiencia aferrada a la crudeza pragmática de una realidad yerma, desoladora. Llegó asfixiado al intermedio, nervioso y torpe, como un boxeador acorralado que escucha con alivio el sonido de la campana.

Artículo solo para suscriptores

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comparte esta noticia por correo electrónico
Reporta un error en esta noticia