Mejor de lo que pintaba
JAVIER CORTIJO
Es difícil imaginarse más postas y balizas para sortear en el patio de butacas que las que planta y desperdiga Helena Taberna en esta película: un alzacuellos amarrado al gaznate de Unax Ugalde, Guerra Civil «one more time», Guillermo Toledo metido en harinas ... politiconas... y hasta la inquietante presencia de Loquillo ejecutando el saludo fascista alargando su «brazaco» de albatros. Pero, sorprendentemente, la cineasta navarra ha ido sorteando tal campo minado y nevado eliminando casi cualquier brote vírico de «aprioritis aguda». Y mira que tiene mérito estando los ánimos y las susceptibilidades tan caldeados en esta España nuestra. ¿Sorprendentemente? Quizá no tanto, porque Taberna ya demostró su cintura y aguijón con su ópera prima, «Yoyes». Pero eso casi pertenece al siglo pasado, y la cineasta no había vuelto a ponerse detrás de las cámaras, exceptuando el documental «Extranjeras» hace un lustro, por lo que tampoco era descabellado preguntarse por el presunto grado de oxidación de su maquinaria (ya se sabe que en este país estamos a la que salta y con la garra al aire).
Y es que la historia se las trae: un joven sacerdote es trasladado a un pueblo de honda raigambre socialista, que cambia de aires drásticamente cuando, en julio del 36, el bando nacional entra como Atila en su territorio, intentando «liar» al pobre curita por aquello de las también tópicas y presuntas afinidades políticas del Clero, arrancando lo que se conoce como «Santa Cruzada».
Quizá el beneplácito de un puñado de historiadores e hispanistas sea la mejor garantía de fiabilidad y veracidad de «La buena nueva», aunque la verdadera clave la da el título, que propone al Evangelio como «arma» moral para lidiar en conflictos peliagudos, como es el que concierne al protagonista. Ese afán conciliador y poco caricaturesco (no hay más que pensar en la ridiculización de la Iglesia en casi todo el cine sobre la Guerra Civil) es lo más destacado de la película, junto al trabajo de un reparto implicado en el tema, sobresaliendo la veterana química entre Ugalde y Bárbara Goenaga. Algunos titubeos y resbalones comediantes, así como detalles algo molestos como comprobar los anacrónicos agujeritos «pendienteros» en la oreja de Joseba Apaolaza en el papel de obispo, no consiguen empañar un filme que «tocará» a más de uno, sobre todo su emocionante final. Y tampoco es necesariamente una nota negativa el que, al salir, uno se acuerde de la cita del «Salambó» de Flaubert: «Qué tristes debemos de estar en nuestro tiempo para resucitar Cartago»...
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