Piratas del Caribe Anarquistas de garfio, pata de palo... y la botella de ron
POR MANUEL DE LA FUENTE
Para cualquier muchacho sin posibles, crecer en el barrio de Wapping en el Londres de 1700 era vivir con un pasaporte en el bolsillo para viajar por la vía rápida hacia el cadalso. La capital era un nido de peligros ... y suciedades, donde veinte o más personas se hacinaban (en compañía de las ratas) en la misma habitación; donde el contenido del orinal se vaciaba por la ventana y acababa en la calle mezclado con el estiércol y los cadáveres de las bestias, mientras la disentería, las intoxicaciones, la viruela y el sarampión exterminaban a quien no moría de una puñalada trapera en cualquier esquina.
Aquellas callejuelas infectas eran el caldo de cultivo donde crecía la marinería (reclutada a la fuerza) que luego se auparía al palo mayor, que dispararía los cañones de los mercantes que hacían las Américas y de los navíos de la Royal Navy que, viento en las velas, luchaban por imponer la hegemonía británica en el mar. Los futuros marineros eran arrancados de sus trabajos, se les hacía firmar contratos leoninos cuando estaban borrachos en las posadas y burdeles y luego, ya en alta mar, la vida, por llamarla de alguna manera, era aún peor, un reguero de palizas, azotes y latigazos, a los que apenas sobrevivía el sesenta por ciento de los enrolados.
En esos barcos crecieron (y sobrevivieron) tipos como «Black Sam» Bellamy, «Barbanegra» Thatch y Charles Vane, protagonistas de la Edad Dorada de la piratería, que se sitúa entre 1715 y 1725. En sus mejores momentos, la tropa de las tibias y la calavera fue liderada por treinta comodoros, que tenían a sus órdenes a centenares de individuos. Eran camaradas y todos coincidían en la sede común de la República Pirata de Nassau (en Nueva Providencia), «fundada» por Benjamin Hornigold.
La estela humana y delictiva de estos hombres puede seguirse a través de las páginas de «La república de los piratas» (Ed.Crítica), de Colin Woodard, que no hace ni mucho menos una singladura rigurosamente histórica pero que sí se mueve viento en popa en las aguas un tanto procelosas en las que se cruzan y entremezclan las mareas de la historia y las corrientes de la leyenda. Estos hombres no eran corsarios como Drake y Morgan (amparados por sus gobiernos) sino piratas, forajidos declarados a los que la Royal Navy tenía en el punto de mira de su artillería. Además (de nuevo historia y leyenda se avienen a cruzarse) no sólo cometían delitos (apresaban la mitad de los barcos que viajaban hasta el Nuevo Continente), sino que en la medida de sus fuerzas pusieron en marcha una cierta revolución en los territorios que ocupaban y en los barcos en los que navegaban. Sus enemigos eran los capitanes, los propietarios de navíos y los déspotas de las grandes plantaciones de esclavos de América y de las Antillas. Los piratas gobernaban los barcos, democráticamente, escogían y cesaban a los capitanes por votación, compartían el botín a partes iguales, tomaban las decisiones graves en asamblea y ofrecían pensiones e indemnizaciones por invalidez a sus compadres. Una vez en tierra, en sus refugios no existía ni Dios, ni Rey ni patrón, en un sistema de vida en el que la frontera entre lo libertario y el libertinaje era sutil.
Bellamy y «Barbanegra», buenos amigos, no asesinaban. Simplemente, amagaban (pero de qué manera) y no necesitaban llegar a dar. Usaban el terror, claro, pero para que sus víctimas se rindieran (y lo hacían, vaya si lo hacían) y no corriese la sangre por ninguna de las partes. Por el contrario, Charles Vane y Henry Jennings solían tener la mano un poco larga, amiga de la crueldad innecesaria.
Bellamy no murió en la horca ni bajo el fuego de una fragata británica. Se lo llevó una terrible tormenta tropical de las habituales en la zona. «Barbanegra» fue abatido por milicianos de Virginia (hartos de que les arruinase el comercio), «con cinco balas en el cuerpo y veinte tajos funestos», según el capitán Maynard, su ejecutor. Vane fue capturado casualmente por un mercante, y ahorcado el 29 de marzo de 1720 en Port Royal. Su cuerpo fue troceado y colgado a la entrada del puerto mediante cadenas.
Hace tres siglos, la bandera negra (que luego harían suya los anarquistas) tremoló en las Bahamas. Aquellos rebeldes con alguna que otra causa que fueron los piratas vivieron un sueño libertario al margen de las monarquías, la religión y la justicia. Durante diez años, el Caribe fue una utopía espartaquista bañada en sexo, ron y jigas escocesas. «Quince hombres van en el cofre del muerto, yo-ho-ho... y la botella de ron, y la botella de ron».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete