La secularización como llamada
«La fe debe ser algo a lo que uno se adhiere libremente con todo su ser y no el resultado de una imposición de pertenencia»
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Al comienzo de su presidencia de la CEE, el arzobispo de Valladolid, Luis Argüello, destacaba que uno de los grandes desafíos de este momento consiste en pasar de la identificación mecánica entre Iglesia y sociedad a la conciencia de que un cristiano se hace, ... no nace como tal. A esta cuestión central para la Iglesia en todos los países de antigua tradición cristiana, se refiere una reciente intervención del filósofo canadiense Charles Taylor, uno de los que más lúcidamente se han ocupado del fenómeno de la secularización en Occidente.
Taylor destaca las ventajas de haber dejado atrás lo que denomina «la cristiandad», es decir, una situación en la que toda la estructura política, las tradiciones artísticas e intelectuales estaban marcadas por la fe cristiana. Reconoce que eso, en sí mismo, no puede considerarse negativo, pero subraya que conlleva el riesgo de utilizar la fuerza para imponer la fe al conjunto de la sociedad, o de que la Iglesia asuma un papel político o de «policía moral». Como ejemplo, se remonta a los años sesenta del pasado siglo en Quebec, su tierra natal y describe una situación en la que «la Iglesia daba órdenes a la gente, se expresaba sobre cuántos hijos había que tener, etcétera; de repente, hubo una rebelión y mucha gente se llenó de ira y no quiso saber nada más de la Iglesia». Por supuesto, habría que analizar otros factores para explicar la tremenda pérdida de influencia e incluso un cierto rencor que se respira contra la Iglesia, en esa y en otras latitudes donde ha sido dominante, pero debemos tener muy en cuenta la patología de la que habla Taylor. En síntesis, este filósofo canadiense, que no oculta su condición de católico, sostiene que «debemos aprender a vivir sin la cristiandad» y que esto es incluso una ganancia, porque permite recuperar el papel central de la libertad. La fe debe ser algo a lo que uno se adhiere libremente con todo su ser y no el resultado de una imposición de pertenencia como, según él, sucedía en el Quebec que conoció de niño.
En todo caso, hay varias generaciones a las que no les resulta sencillo desligarse de una imagen, a veces idílica, de lo que supuestamente era una «sociedad cristiana», como sugería monseñor Argüello, pero está claro que es un signo de este tiempo y, como tal, una llamada del Señor. La pérdida de apoyos sociales y políticos no debe asustarnos ni enfadarnos, la libertad debe ser siempre el campo para que crezca y se desarrolle la fe. Aprender a vivir a la intemperie, sin los muros protectores (no pocas veces engañosos) de la llamada «cristiandad», no significa que los católicos renunciemos a generar cultura, ni a construir obras sociales y educativas, ni a participar críticamente en la conversación pública, ni a influir como ciudadanos, en la medida de nuestras posibilidades, en las leyes y en la gobernación. Más aún, tenemos que aprender de nuevo a realizar todo eso desde una gozosa experiencia de la fe como plenitud de lo humano.
La fe cristiana reclama libertad para todos y no requiere ninguna protección especial del poder político. Es verdad que debemos aprender a vivirla y comunicarla alegremente en una sociedad plural, mayoritariamente alejada de la tradición cristiana. Con sencillez y sin complejos.
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