Enfoque
Trabajar en el campo: «No lo elegí, pero ahora no lo cambiaría. Te engancha»
Apenas un 16 por ciento de la población española ejerce en el rural. Ellos sostienen un modo de vida condenado a la extinción, pero que ofrece una calidad y una cercanía que no se encuentra en una gran ciudad. ABC acompaña a un médico, un cura y una cartera en su particular día a día
Galicia
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Iniciar sesiónAna, Carlos y Xosé Manuel son los protagonistas de este retrato rural. Sus vidas son comunes, como las de millones de personas, pero el escenario en el que transcurren no lo es tanto. Para narrar su día a día nos montamos en el coche, ... aunque levantando el acelerador . Porque el ritmo en el campo no es el mismo que a pie de acera, y no solo porque lo diga el tópico. Ana es cartera y vive a escasos 40 kilómetros de la capital gallega, en un pequeño municipio llamado Tordoia. Sus apenas 3.000 vecinos, con una edad media respetable, se distribuyen en torno a diez parroquias que ocupan 125 kilómetros cuadrados, lo que garantiza que nunca tienen problemas de aforo, ni siquiera en pandemia.
Lo sabe bien nuestra guía, que para llevar la correspondencia a alguna de las casas debe recorrer varios kilómetros en los que solo hay campos de trigo y viviendas deshabitadas. Es una de las zonas cero de la Galicia vaciada , comenta mientras detiene su coche frente a la cancela de la única vecina que sobrevive, Estrella, con vistas a una carretera sin apenas tráfico y dos gatos en la puerta. Ella, con manos agrietadas y media sonrisa, recoge el paquete agradecida y entra a buscar su DNI. «Se sabe de memoria el de su marido, pero no el suyo. Es normal aquí porque muchas mujeres dirigen las casas», aclara la cartera. El intercambio dura menos de cinco minutos, en los que comentan el día y luego se despiden.
Es probable que Estrella no se cruce con nadie más hoy. La pérdida de habitantes en la Galicia rural lleva décadas desangrando una forma de vida condenada a la desaparición. Solo en los últimos diez años la caída demográfica ha sido del 12 por ciento; en el conjunto rural de España fue del 7,4. Vestigios de esta realidad, lenta y parsimoniosa, son los 7,6 millones de españoles empadronados en el campo , que acumula un 82 por ciento del total de municipios. La mayoría de ellos tienen menos de 5.000 habitantes y una densidad de población por la que suspirarían las grandes urbes: 13 habitantes por kilómetro cuadrado. En el caso de Galicia, la más envejecida de todo el territorio nacional, la población rural supone poco más del 20 por ciento de sus habitantes y su dispersión es notable.
Trato humano
Vivir en soledad es fácil aquí, donde, paradójicamente, más cercanía y contacto existe. «Los vecinos lo saben todo los unos de los otros», explica Ana, que asegura que nunca cambiará la aldea por la ciudad. «Allí las calles siempre son iguales y la gente no conoce a su cartero. Aquí hay una relación directa, los vecinos saben la hora a la que voy, el trato humano es otro y el paisaje y el aire que respiramos también», argumenta la veterana, que valora su trabajo sin esconder las desventajas. «A veces te encuentras en la carretera con un camión de madera y tienes que pararte y esperar». También recuerda que hace solo un par de años se quedaron sin teléfono ni internet durante casi veinte días por una tormenta, pero «el servicio de Correos no falló».
Cada mañana, Ana recorre más de cien kilómetros en coche para entregar una media de 500 cartas . Los vecinos de las parroquias que cubre la valoran, agradecidos porque siempre hay tiempo para leer con ellos una notificación que no acaban de entender. «Se para contigo, no tiene prisa», comenta una de las mujeres que la espera en la misma esquina donde acaba de recoger el pan. De camino a una de las ganaderías del municipio, campos de trigo y un sobresalto en la carretera, que es tan estrecha que no permite que dos vehículos pasen al mismo tiempo. «Pasa mucho», despacha la cartera, mientras entrega un lote de sobres a Maricarmen, al cuidado de un centenar de vacas. «La gente aquí sigue recibiendo muchas notificaciones, no las piden digitales. Pero también empieza a llegar bastante paquete de Aliexpress y de Amazon». La aldea global, dicen.
Galicia ha perdido un 12 por ciento de su población en los últimos diez años
Nuestra primera protagonista se abre para recordar un día que la dejó marcada y que ejemplifica la importancia que la figura del cartero tiene en el particular ecosistema de la aldea, donde la mayoría de los mayores viven solos. «Paré en casa de una vecina, le di la carta, me despedí y me fui. Al poco tiempo me crucé con una ambulancia en la carretera. No le di más importancia, pero cuando estaba acabando la ruta pasé por delante del tanatorio y vi que era esa señora la que había fallecido. Por lo visto sufrió algún tipo de derrame y ni siquiera llegó al hospital. Siempre he pensado que seguramente fui la última persona con la que habló y eso me dejó impactada mucho tiempo», confiesa esta mujer, que iba para policía municipal y acabó en el mundo de la cartería por casualidad. «La diferencia es que en vez de poner multas, las entrego», bromea al despedirse.
Prendado de la montaña
En este recorrido por los empleos rurales, el saludo de bienvenida es amable y sincero. Lo esboza Carlos cuando nos recibe en el centro médico de Celeiro, una pequeña localidad de Chandrexa de Queixa a la que solo se llega después de atravesar varios kilómetros de sinuosas curvas y el puente que cruza un imponente embalse enclavado en plena montaña orensana. Las vistas obligan a detenerse porque la belleza y el silencio imponen.
A 1.100 metros de altitud, la climatología condiciona la vida de quienes viven en esta «isla», como la llama la enfermera del pueblo, María Jesús. Ella y Carlos son los encargados de abrir y cerrar el consultorio cada día porque son sus únicos empleados; aquí no hay administrativos y tampoco se dan citas. Si alguien se encuentra mal, entra y sabe que será atendido . También puede llamar a un teléfono que Carlos contesta directamente, un lujo solo posible en un municipio con una superficie de 170 kilómetros cuadrados en el que apenas viven 500 personas. Todas ellas conforman el cupo de un doctor (en una localidad media puede ser de 2.000 pacientes) que llegó a la montaña de casualidad y se quedó prendado.
«No lo elegí, pero ahora no lo cambio. Me enganchó», resume. Tanto, que cada día desde hace diez años conduce dos horas para ir y venir del centro de salud a Orense ciudad, donde reside. «No me importan las horas de coche porque ahora con los podcast ese rato me vale para informarme». Carlos, vigués, se decantó por la medicina de familia por la continuidad y el trato cercano que permite, y no tardó en descubrir que en la aldea la proximidad lo es todo y que en ella podía desarrollar su vocación. Conoce a cada uno de sus pacientes y su dirección , un detalle no menor teniendo en cuenta que a veces las casas no tienen número ni las calles nombre. La mayoría de ellos pasan los 80 años y alguno está a punto de ser centenario, pero solo dos están encamados. «Aunque tengan problemas de movilidad, se siguen levantando para cuidar de su finca o venir al médico, y yo estoy convencido de que eso ayuda a mantener una calidad de vida», asegura.
Cuando hay niebla, ni el helicóptero puede llegar a Chandrexa, un municipio con menos de 500 vecinos de la montaña orensana
Dada la edad de los vecinos y las malas comunicaciones , en Chandrexa hay un transporte municipal que cuatro días a la semana recorre las aldeas para recoger a los mayores y llevarlos al centro de salud y, de paso, al supermercado o al ayuntamiento. Este servicio funciona todo el año, pero cuando llega el invierno las cosas suelen complicarse. El hijo de Amable, al que Carlos pasa revista en su casa, señala la cumbre de una montaña desde el escalón de entrada del domicilio: «Eso es Cabeza de Manzaneda y está nevado buena parte del año», nos informa. Los inviernos, reconoce, ya no son lo que eran, pero no dejan de complicar la atención a los habitantes que más desconectados viven.
«Esto es precioso ahora, y también en los meses duros, pero la niebla, la lluvia, el hielo y la nieve lo dificultan todo», introduce Carlos. Sus anécdotas con el tiempo no son menores. De accidentes a causa del hielo a tener que pedir la ayuda de Protección Civil para una urgencia . «Recuerdo una nevada terrible, en la que se nos puso malo un paciente que vive aún más alto, a 1.300 metros, y me llamó el 061, pero yo no podía llegar. La ambulancia condujo hasta donde pudo y yo me organicé con dos Land Rover del ayuntamiento para llegar a la casa, llevar al señor hasta los coches, y de ahí a la ambulancia. No puedes no ir, hay que buscar la fórmula», asegura. Pero ni siquiera un vehículo preparado es garantía.
Ciencia y fe
En un municipio con un «confinamiento natural», la pandemia también se vivió de manera distinta. Casi no tuvieron que lamentar contagios y la situación no se fue de las manos porque «aquí no hay aglomeraciones y la gente no interacciona tanto». «Nos preocupaba dar sensación de desamparo con los pacientes. Ellos valoran que estemos en la consulta y saber que nos tienen. Un médico de familia necesita mucho sentido común», afirma el doctor, que insiste en que en el rural se sabe que «el camino hay que andarlo» y las distancias no se pueden acortar. Infartos, ictus y traumatismos se llevan la palma en este municipio, donde solo hay tres niños. «En diez años habré tenido cinco embarazadas», hace cuentas Carlos. En caso de urgencia o de salida domiciliaria, el centro de salud de Celeiro queda vacío pero abierto para que si alguien llega pueda entrar y sentarse. Son códigos no escritos que funcionan desde hace décadas y que no hay por qué mudar.
«En el rural las cosas cambian, como en todas partes, pero más despacio», enlaza Xosé Manuel, párroco en Mazaricos , a un paso de las rías de Noia y Muros. La ganadería y la agricultura siguen siendo los motores de este municipio con unos 3.800 habitantes y una extensión de casi 200 kilómetros cuadrados. Mazaricos se distribuye en doce parroquias que llevan perdiendo población desde los años 80. Xosé Manuel llegó aquí hace -justo hoy, se sorprende- 21 años. Primero estudió en Santiago, después en Madrid y luego lo destinaron a Ribeira, así que no estaba nada acostumbrado a un lugar tan pequeño. Sus compañeros incluso le dijeron que lo mejor sería que no se mudase allí porque no se amoldaría a ese tipo de vida, pero él desempolvó una frase de su madre: «El buey no es de donde nace, sino de donde pace» y se instaló en A Picota, capital de esta localidad. Su decisión, echa la vista atrás, fue la acertada.
Dos décadas después, es uno más. Aunque la comunidad de feligreses va a menos y muchos solo se acuerdan del cura para celebrar bodas, bautizos y comuniones -«a veces me siento un poco funcionario», reconoce- lo bueno es que aquí «todos saben tu nombre y tú el de ellos». Sobre su labor como sacerdote, explica que a veces sabe lo que pasa en una casa solo por las intenciones de misa que le piden : «Si es a la Virgen de los Dolores es que hay alguien enfermo, si es a San Cristóbal es que están con el carné...», enumera. Hace años que Xosé Manuel encontró su lugar en el mundo en esta pequeña localidad donde la familiaridad es una ventaja, pero también un inconveniente, «porque si tienes un problema con alguien te lo vas a cruzar seguro», bromea. Él, como Ana y Carlos, aporta sus ganas y su entrega para que esta forma de vida siga girando. Eso sí, a un ritmo que permite detenerse para ver el paisaje.
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