Una mirada afable y chistosa a la inmigración alemana

Yasemin Samdreli presentó en la Berlinale «Almanya», una crónica familiar llena de gracia

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

El «vente a Alemania» está de moda, y nosotros lo acompañamos con un Pepe y en Turquía con un Hussein, que es como se llama el protagonista de una comedia turco alemana sobre el arraigo y el desarraigo de una familia de inmigrantes ya de ... tercera generación y a cuyo nieto no le dejan jugar los otros niños en el colegio ni en el equipo de los alemanes ni en el equipo de los turcos… Se titula «Almanya», que es el modo que tenían de llamar al país aquella oleada turca de los sesenta, y la dirige Yasemin Samdereli, que sabe de lo que habla. Como no está en la competición, esta película se puede permitir el lujo de mirar ese asunto tremendo de la inmigración y la extracción paulatina e incesante de raíces con un humor irreverente (al abuelo sólo le darán el pasaporte alemán cuando se comprometa a comer cerdo todos los días y a viajar una vez cada dos años a Mallorca) y en muchas ocasiones eficaz: la lengua, las costumbres (los alemanes se empeñan en no llevar bigote), los recuerdos, el modo de traspasarse la historia y las raíces unos a otros (parte de la película es el cuento entre la nieta mayor al más pequeño de las peripecias de sus abuelos y tíos al llegar a Alemania)… De repente, cambia la mirada y decide ponerse melodramática al final, aunque sin perder del todo su sentido del humor y el otro, el sentido histórico y sociológico.

Para la competición tenía la Berlinale preparados otros dos títulos más adecuados al tono habitual, ese circunspecto, riguroso e importante: la primera, un filme alemán titulado «Schaladfrankheit» (la enfermedad del sueño) filmado en el corazón de África y centrado en un médico que desarrolla un proyecto para combatir esa enfermedad, aunque la historia lo convierte en una especie de coronel Kurtz (el de «El corazón de las tinieblas») y cambia de temperatura como si al guionista le hubieran entrado unas fiebres. El director, Ulrich Köhler, sugiere alguna idea controvertida sobre la ayuda al desarrollo en África, tal vez la culpable de que el continente lleve estancado décadas, y sobre una mayor liberalización allí del mercado; pero eso es sólo una pincelada entre la sucesión de chaladuras, reencarnaciones y magia selvática nocturna al estilo Apichatpong, con hipopótamo incluido. Y la segunda, dirigida por Victoria Mahoney, «Yelling to the sky», era una película que no se habrá visto más de quince o veinte veces, con mayor o menor dureza o realismo, sobre una chica negra, en una familia desestructurada (por no decir con padre bolinga y maltratador), en un barrio marginal en una axila de Nueva York.

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