Cardo máximo
El fútbol como espejo
Un mundo aparte en el que rigen modelos de conducta inaceptables en otros órdenes de la vida
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Iniciar sesiónNos gusta tomar el fútbol como espejo de la sociedad, algo así como una sinécdoque capaz de explicar por sí sola una realidad mucho más compleja que la que acontece en las gradas y sobre la cancha durante los noventa minutos del partido. El fútbol ... vendría a devolvernos el reflejo de lo que somos, con nuestros vicios y defectos agigantados como vistos a través de una lupa, y las virtudes y nuestras grandezas entrevistos como con un catalejo. Pero eso es sólo una idea. Subyugante, si se quiere, pero falsa.
El deporte de masas tiene sus propias reglas, un mundo aparte en el que rigen normas de comportamiento y modelos de conducta gregaria inaceptables en otros órdenes de la vida. El ejecutivo encorbatado, el funcionario apocado, el profesor universitario pedante y el estudiante ejemplar se ven, en esa dimensión extraordinaria que les proporciona su asistencia al estadio, liberados de las elementales normas de urbanidad y vociferan desde su asiento exaltados contra el árbitro, el rival o el sursum corda. Es una realidad paralela en la que se sienten exonerados de cumplir los preceptos que obligan a no insultar a nadie. No son los únicos, desde luego.
Los periodistas apelamos constantemente a la épica, con un lenguaje que frisa con la arenga bélica depositando en los once futbolistas sobre el terreno de juego la capacidad vicaria de servirnos la venganza del enemigo, la humillación del adversario, la afrenta reparada y toda suerte de emociones primarias que la sociedad nos ha hecho aparcar por el bien de todos. En el fútbol, sin embargo, encuentran cauce para discurrir sin alarma. El botarate que tiró el palo la otra noche no hizo más que dejarse llevar por lo que su sentimiento le dictó en ese momento. Si sabrían los clásicos que las emociones hay que embridarlas muy cortitas para que no se desboquen…
El fútbol conforma de esta manera un mundo aparte con sus propias reglas. Si dan con el energúmeno, lo expulsarán como socio y le impedirán pisar el estadio de por vida. Al menos, esa es la formulación de la pena de destierro unánimemente aceptada. Pero en la vida real, a los metepatas no hay manera de sacárselos de encima y nadie les puede prohibir que vuelvan a fastidiar una y otra vez a quienes quieren disfrutar. En el fútbol puedes prohibir la entrada, cachear a los espectadores, obligar, imponer, coaccionar… Pero en la vida real no se puede –o no se debe– hacer nada de eso y nos toca aguantar al pesado de la comunidad de vecinos, al tiquismiquis de la puerta de al lado que se queja de todo, al padre enterado que objeta todo lo que proponen los profesores, al tocanarices del trabajo que se escaquea después de tirar el palo y esconder la mano…
Sí, no cabe duda, el fútbol no es como la vida real: resulta imposible suspender en medio de fragor y reanudar en paz al día siguiente.
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