Tribuna abierta

El día en que una clase de Plástica volvió a revelar la memoria

La memoria no reside en el aparato que la almacena, sino en el objeto que la preserva

Ricardo Suárez

Hay mañanas en las que uno entra en el aula sin saber que, casi sin proponérselo, va a encender una chispa de conciencia en sus alumnos. Aquella mañana, en la clase de Plástica del Colegio CEU San Pablo, aparecieron en mis manos decenas de fotografías ... antiguas: imágenes gastadas, dobladas, amarillentas, con ese olor inconfundible del papel que ha dormido años en una caja de hojalata. Los alumnos habían cumplido el encargo de traer fotos de sus padres cuando eran niños o adolescentes, y muchas incluían también a abuelos u otros parientes. Al extenderlas sobre las mesas, la clase se transformó en un mosaico de tiempos: retratos en blanco y negro, colores desvaídos, estampas diminutas y ampliaciones satinadas. Los estudiantes observaban aquellas escenas con la fascinación de quien descubre un museo íntimo. Algunos reían al ver los peinados de sus padres; otros miraban con asombro la inocencia que compartieron generaciones atrás. Por un instante, la fotografía logró lo que casi nunca logran las palabras: un puente silencioso con el pasado. La segunda parte del ejercicio parecía igual de sencilla: cada alumno debía traer cinco fotografías suyas junto a sus padres, reveladas en papel fotográfico. Nada de impresoras domésticas. Tenían que acudir a una tienda, pedir las copias y recogerlas. Un gesto cotidiano hace veinte años, hoy convertido en un acto casi arqueológico. No imaginé el revuelo que provocaría.

Al día siguiente llegaron con excusas: «Mi madre no tiene tiempo», «Mi padre dice que lo imprima en casa», «Las fotos están en el móvil… en la nube… no sé dónde». Pronto entendí que no era un problema de organización, sino un síntoma cultural. A las pocas horas comenzaron a presentarse los padres, algunos amables, otros molestos, todos repitiendo la misma pregunta: ¿De verdad es necesario ir a un establecimiento para revelar fotos? Me sorprendía su incomodidad, no por la queja, sino por lo que significaba. Revelar una foto —ese gesto que acompañó la vida familiar durante más de un siglo— se había convertido en una molestia innecesaria, como si la memoria en papel fuera un capricho romántico y obsoleto. Entonces repetí la reflexión que siempre hago.

El ser humano ha buscado desde el inicio dejar huella. Primero con trazos en las cuevas, luego con textos y más tarde con retratos pintados o esculturas destinadas a quienes podían permitírselo. Durante siglos, solo los privilegiados dejaron constancia visual de su paso por el mundo. Hasta que, hacia 1830, irrumpió la fotografía: un invento que transformó no solo la técnica, sino la forma de estar en la realidad. La cámara democratizó el recuerdo. Cualquiera pudo tener un retrato, una escena doméstica, un testimonio visual para sus descendientes. Durante décadas guardamos esas imágenes en álbumes y cajas que no necesitaban baterías, claves ni actualizaciones: bastaba abrirlas para que la vida emergiera intacta. Hoy, en cambio, vivimos rodeados de miles de imágenes que se multiplican con la velocidad de un parpadeo. La mayoría acaba perdida en la nube, en discos duros que fallan o en teléfonos que se extravían. Una fotografía física, sin embargo, perdura: resiste, envejece con nosotros, acompaña. Eso intentaba explicar a mis alumnos —y, de paso, a sus padres—: la memoria visual no debería depender del capricho tecnológico. Una imagen que no puede tocarse es también una imagen que puede desaparecer sin aviso. Por eso les pedí aquel esfuerzo: caminar hasta una tienda, hablar con la persona del mostrador, elegir formatos y calidades, esperar a que la máquina revelara sus recuerdos. Quería que entendieran que una fotografía es un objeto que respira, que se hereda, que reclama tiempo y presencia. Cuando por fin trajeron las fotos reveladas, las coloqué junto a las imágenes antiguas de sus familias. El aula se llenó de continuidad: abuelos, padres e hijos compartiendo el mismo espacio de papel. Tres generaciones dialogando sin palabras. Los alumnos miraban sus fotos impresas con una atención distinta, como si el papel otorgara a la imagen un peso emocional que las pantallas jamás ofrecen. Algunos las volteaban entre los dedos, otros las olían, conscientes de que aquel recuerdo ya no dependía de un dispositivo. Lo único que busco con este ejercicio —y así lo dije a padres y alumnos— es que estos jóvenes tengan el día de mañana un archivo físico de su vida: un puñado de fotografías que sobrevivan a la volatilidad digital, que puedan sostener sus nietos, como nosotros sostuvimos las imágenes de nuestros abuelos. Porque, al final, la memoria no reside en el aparato que la almacena, sino en el objeto que la preserva. Y pocas cosas conservan mejor el tiempo y el afecto que una fotografía revelada. Aquel día, en la clase de Plástica, no revelamos solo imágenes: revelamos la necesidad profunda de seguir siendo recordados.

SOBRE EL AUTOR
Ricardo Suárez

Es pintor

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