ad utrumque
Jazmines para Enriqueta
Aquí no hay pasado, presente o futuro. Aquí hay todo eso a la vez. Nada pasa
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Iniciar sesiónCasi todos los domingos, mis amigos y yo cruzábamos Nervión para ir desde Rochelambert al centro, donde siempre hacíamos lo mismo: entrábamos en la Catedral, subíamos a la Giralda -sin colas, sin guiris y por sólo diez pesetas- y volvíamos a casa por el mismo ... camino. Todavía no habían puesto las rejas en el pretil del campanario para disuadir a los suicidas, así que daba vértigo asomarse y ver la ciudad por encima del revolotear de los vencejos. La Sevilla que desde allí se mostraba a nuestros infantiles ojos tenía, como ahora, como siempre, una relación de prescindencia con el tiempo. Morales Padrón decía que en Sevilla el futuro no existe, sólo existe el presente. Yo, en cambio, creo que en Sevilla el tiempo discurre en una dimensión distinta a las convencionales. Aquí no hay pasado, presente o futuro. Aquí hay todo eso a la vez. Nada pasa. Todo es para siempre, aunque ya, en apariencia, no exista. Hace unos días, Pérez Reverte recordaba en Canal Sur Radio el modo en que Antonio Burgos lo argumentó:
-'¿No hueles los jazmines?'
-'¿Qué jazmines, si no hay jazmines?'
-'Los que había aquí antiguamente'.
En Sevilla, los jazmines podrán desaparecer, pero nunca su aroma. Por eso, Nervión sigue oliendo a lo que olía aquellos domingos cuando mis amigos y yo cruzábamos sus calles camino del centro. Huele a la colonia que nos echaban nuestras madres, porque teníamos que ir arreglados, que para eso era domingo; a las pipas Sayma de paquete, de las que nos atiborrábamos aún a riesgo de coger una apendicitis; a las almendras garrapiñadas de los puestos ambulantes del Sánchez Pizjuán; al café de La Ponderosa; al ambigú del Nervión Cinema; al alcohol de los practicantes del ambulatorio Fleming y, siempre, a jazmines; a los jazmines de los patios de los chalés que derribaron en Nervión, cielos de Sevilla que también perdimos. Como huele aún a la inocencia de aquellas niñas de las Carmelitas que nos cambiaron el paso y ya no volvimos a subir más a la Giralda. Una de ellas me enseñó que es mentira eso de que el tiempo lo borre todo. Me lo enseñó junto a la tapia del colegio, en el cruce de Divino Redentor con Santa Joaquina de Vedruna. A esa esquina le van a poner ahora el nombre de Enriqueta Vila. Sabia mujer, buena amiga, Enriqueta personifica en sí misma la inmanencia de lo eterno en Sevilla. Esa relación especial que la ciudad mantiene con el tiempo, donde nada que fue dejó de ser y todo es siempre todavía. Enriqueta ve llegar cada año la Flota de Indias mientras apura esa cerveza cuya espuma es la de todos sus días y el corazón se le embriaga del olor de los jazmines que adornaron sus noches. Con azulejos de la americana Triana escribirán su nombre en la esquina de aquella glorieta del Nervión de mi infancia. Por su vera, seguirán pasando todos los domingos unos chiquillos de Rochelambert que irán camino del centro para subir a la Giralda y contemplar la ciudad donde el tiempo no existe, donde la eternidad es una brisa que trae el olor de aquellos jazmines que estaban aquí antiguamente.
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