tribuna abierta
Adiós a la ciudad malvada
Pronto la ciudad narcótica, ebria de romero, plegará las alas de sus orillas bajo la vela de los patios
José María Jurado
DE la feria al Corpus, Sevilla es una ciudad malvada. A principios de junio, con la aparición de las primeras magnolias eucarísticas, se restaura el orden natural de la luz y vuelve a ser la «ciudad de nácar y espuma» que cantara Juan Ramón Jiménez. ... Pero antes, que por mayo era por mayo, el árbol amatista de las jacarandas hacía ondear al viento su exuberancia tropical sobre las frondas y extendía una alfombra violeta y persa sobre los adoquines grises de Gerena.
En mayo todo es malva y la ciudad, malvada, hace ondear el estandarte comunero hasta ponerse morada de nostalgias cuaresmales o republicanas. Sevilla, en la dualidad intrínseca de su esencia, asigna en su Pantone el mismo color al antifaz de la túnica de «Las Cigarreras» que a la insignia feminista de sus habaneras libertarias como Carmen, que estos días ha latido en el Maestranza.
Todavía persisten, y volverán fugazmente en el otoño, racimos cárdenos como de uvas tintas con las que se prensará la luz morada de los cielos que perdimos y el poniente morado de la tarde cernudiana. En el mismo poema donde Eliot afirmara que abril es el mes más cruel (¡y cómo no va a serlo si en abril nace y mueren la feria y la semana santa!) hay dos versos que definen más perfectamente el ser de la ciudad en mayo: ciudad irreal en su hora violeta. 'La tierra baldía' es el gran poema épico del siglo XX, pero es también la crónica naturalista del Real de los Remedios cuando termina mayo. Las magnolias, decíamos, son la fumata blanca de la fiesta del Corpus, que este año se adelantó al jueves de feria, cuando el rugido blanco de León XIV conectara el Vaticano y la calle del Infierno.
Oriunda de América, la jacaranda arribó a Sevilla cuando la Exposición Iberoamericana, como los cantes de ida y vuelta, para, décadas más tarde, colonizar los cielos de bloques de pisos del desarrollismo hispalense. Aunque hay ejemplares en el centro -en la misma Plaza del Museo hunde Murillo su pincel en la fronda de un ejemplar esbelto para pintar los ropajes morados del Buen Pastor- son los barrios del más allá de la Ronda histórica los que más gozan de estos cielos tropicales que también surcan, de unos años a esta parte, cotorras bucaneras y esmeraldas. Reciben así, Sevilla son los barrios inertes al turismo, su parte alícuota de puerta y puerto de Indias.
Al turista no avisado, que tanto ha escuchado hablar de la nevada blancura del azahar y de la explosión sangriente de gitanillas y claveles en las rejas pintadas de verde albahaca donde pelan la pava los personajes de los Álvarez Quintero, admirará esta inversión cromática que pareciera colorear las copas de los árboles con la arbitrariedad surrealista de una inteligencia artificial. Uno llega a dudar de la catarata de imágenes moradas que vierte por estas fechas Instagram, esa aplicación magenta como las buganvillas que crecen a juego con la jacaranda, cuando la guillotina de mayo derrama la sangre de las tapias donde románticamente escalaba en otro siglo la tupida madreselva. Pronto, si no se ha hecho ya, se promocionará en Fitur, la botánica ruta de las jacarandas como la floración de los cerezos del Jerte: del Plantinar al Juncal, maridada con cerveza de barril y tanque de salmuera.
Ha llegado uno este año tarde al artículo de las jacarandas y no demasiado pronto, como un niño de primera comunión, a la redacción sobre el Corpus. La jurisprudencia hispalense determina hacer mención en este punto de la jacaranda de nieve de la Fábrica de Tabacos que era única en el universo hasta que ha aparecido otra en Jerez, es lo que tienen los mitos. «El canon del artículo sevillanés estipula asimismo para puntuar alto en la maravillosa escala de la ojana, la mención aquí, como un Mr. Scrooge de primavera, de los gomosos residuos, la cara B de la belleza, que ensucian los baches de nuestras aceras ('Lipasam y las jacarandas', un clásico).»
Pero ya han vuelto las carretas del Rocío, espuma y nácar de palomas en el horizonte de los aljarafes, blanca fumata del camino por la calle Castilla de Triana. Pronto la ciudad narcótica, ebria de romero, plegará las alas de sus orillas bajo la vela de los patios. Leopoldo echará el toldo blanco de julio y agosto por las calles y los sevillanos contendremos la respiración para que los vecinos crean que hemos huido a la playa, mientras sesteamos a la orilla del Lagoh o en la gentrificada tumbona del Corte Inglés del Duque.
¡Qué lejos entonces los días de la ciudad malvada! Mayo de los caracoles cuyas espirales mínimas convocaban bajo la sombra violeta de los árboles, como en un sueño de eternidad, a la legión de terrazas y veladores, cuando la noche no ardía y las amatistas arbóreas eran como el dibujo picassiano de un niño, cuando la vida era, como dijo Tristán Tzara, el infantil inventor del dadaísmo, «un antílope malva en un campo de atunes», como la jacaranda o el jacarandá. Que las dos formas son válidas, lo que, para cumplir religiosamente con el canon morado, aún faltaba por decir.
Poeta
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