Comentarios reales
A favor del sombrero
Cuando terminó la guerra civil la sombrerería madrileña Brave reventó el mercado con un eslogan rompedor: «Los rojos no usan sombrero»
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Iniciar sesiónTuve la epifanía del sombrero bajo la lluvia pertinaz de una primavera romana de 2007, pues mientras sujetaba el paraguas, arrastraba la maleta y buscaba una dirección en el móvil, el escritor chileno Carlos Franz caminaba como un dandy, divinamente protegido con su sombrero y ... su gabardina. Y como ya habíamos coincidido en otros lluviosos saraos literarios y siempre me fascinó que la lluvia no lo estresara ni lo molestara porque Carlos Franz se gastaba unos sombreros elegantísimos, bajo aquel aguacero romano me dije que nunca más paraguas y desde entonces disfruto del placer de llevar sombrero.
Como buen limeño, jamás supe lo que era llover —lo que se dice llover, llover— hasta que no llegué a Sevilla en 1985. La lluvia en Lima es un fenómeno tan excepcional, que me sé de memoria la fecha de la única lluvia de mis años limeños: 15 de enero de 1970. Por supuesto que he caminado bajo la lluvia en Cusco, Arequipa y la selva amazónica, pero como se trataba de excursiones juveniles y aventureras, jamás me importó mojarme. Sin embargo, en enero de 1985 abrí un paraguas por primera vez en mi vida, aunque —por falta de costumbre— los días de lluvia siempre llegaba empapado al Archivo de Indias. Y el caso es que no he sido capaz de adaptarme a la lluvia, hasta que no me animé a tocarme con un sombrero, como mi amigo Carlos Franz. Desde entonces me fijo mucho en quiénes llevamos sombreros, pues cultivamos una suerte de complicidad que nos lleva a mirarnos de reojo por la calle.
Enrique Jardiel Poncela decía que si una mujer acaricia nuestro sombrero mientras conversa con nosotros, deberíamos besarla porque nos ama. Wenceslao Fernández Flórez usaba sombreros de ala ancha cuando lo nombraron director del Diario de El Ferrol en 1907, pero los dueños le advirtieron que si quería ser respetado por la redacción tenía que cambiarse al hongo. Y Wenceslao se resignó al hongo hasta que en 1910 se consagró como escritor y articulista y entonces rescató sus viejos sombreros de ala ancha, con los que posaba demodé. El hongo tenía unas connotaciones tan concretas, que Ramón Gómez de la Serna escribió 'El caballero del hongo gris' (1928) para demostrar cómo un sombrero podía conceder credibilidad a un vulgar estafador. En tiempos de la II República el periódico Mundo Obrero publicó un editorial donde afirmaba que el sombrero era una prenda de fachas. Eran los tiempos del «sinsombrerismo» izquierdista, que llevó a Julio Camba a pronosticar que pronto habría diputados «sincorbatistas», «sinchaquetistas» y «sincalcetinistas». Por eso, cuando terminó la guerra civil la sombrerería madrileña Brave reventó el mercado con un eslogan rompedor: «Los rojos no usan sombrero».
Durante las últimas lluvias he paseado por Valladolid, Madrid, Córdoba y Sevilla como Carlos Franz por el Trastévere. El mejor regalo que podría hacerle a mis amigos de tertulia sería un sombrero cajamarquino de paja toquilla, menos conocido que el «panamá» pero del mismo material. Para sacarse el sombrero, hay que ponérselo.
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