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LA ALBERCA

Los silencios de Pamplona

El toreo sevillano ha conquistado callada y lentamente el imperio del ruido y la velocidad

EFE
Alberto García Reyes

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Dice Chapu Apaolaza que la mejor descripción de una corrida en los Sanfermines se la hizo un sevillano: «Aquí se descubre una nueva civilización equivocada». El silencio de la Maestranza es exactamente la antípoda de la charanga pamplonesa, que acabó apartando de los carteles al ... Faraón. «Me dolía mucho la cabeza». La explicación más profunda de este radical antagonismo es la de Espartaco: «Las dos plazas con más personalidad del mundo son la de Sevilla y la de Pamplona. En la Maestranza, el torero tiene que convertir el silencio en algarabía; en San Fermín, tiene que convertir la algarabía en silencio». Amén. La literatura de Hemingway ha metido el inglés en la barra del Fitero para pedir un pincho de chistorra y un clarete con gas. Y las peñas abertzales, algunas antitaurinas que van a ponerse de espaldas en la andanada, han colado el euskera en los cánticos al santo y en el bacalao al ajoarriero. Pero en realidad en Pamplona se habla el mismo idioma que en Sevilla. Por ejemplo, los navarros llaman curva a la esquina de dos calles totalmente perpendiculares, Mercaderes y Estafeta. Y aquí llamamos plaza a la Campana. No es tan difícil adaptarse a la civilización del pañuelo colorado si se buscan las similitudes taurinas. Las gastronómicas no existen. Una jornada pamplonesa tiene desayuno para el encierro, caldito posterior, almuercico con callos y vino con gas a las diez de la mañana con la cuadrilla, el vermú con pincho a las doce, la comida con pochas y chuletón, la merienda del tercer toro de la tarde y la cena con morros. Dieta equilibrada. El verdadero riesgo lo asume el estómago, no el corredor. Pero en el maremágnum de la plaza existen conexiones invisibles. Lo juro.

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