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LA TOURNEÉ DE DIOS

Espías y sábanas

En Leeuwarden, una estatua de bronce recuerda a Mata Hari bailando sobre el canal

The King of Huelva

Verano nivel Dios

María José Solano

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En Leeuwarden, ciudad de canales tranquilos y cielos bajos, donde el tiempo parece deslizarse sobre el agua con la misma parsimonia con la que los frisones crían vacas, nació un 7 de agosto de hace 149 años una niña que acabaría seduciendo emperadores, generales y ... espías: Margaretha Geertruida Zelle, más conocida por su nombre de guerra –o de danza–: Mata Hari. Vino al mundo sobre la tienda de sombreros que regentaba su padre, Adam Zelle, un hombre hecho a sí mismo, miembro de una vieja familia anclada a esta ciudad desde finales del siglo XVIII, como un alga prendida al fondo del canal. La infancia de Margaretha transcurrió entre sombreros, paseos por la Grote Kerkstraat y lecciones en la escuela que se alzaba donde hoy sirven vino en copas delicadas. Cuando ella aprendía allí las primeras letras, el Het Oranje Bierhuis –fundado en 1770– ya servía cervezas espesas a los marineros de paso. El aire olía a lúpulo, a cuero viejo y a holandeses errantes. La última parte de su niñez la vivió en Grote Kerkstraat, en un pequeño palacete que su padre compró cuando aún creía en la permanencia de la fortuna. Allí, frente al ayuntamiento, asistía a una escuela femenina donde fue considerada una alumna problemática. No por tonta, sino por brillante. Por desafiante. Por ser lo que los tiempos no perdonaban: una mujer con voluntad. Después, ocurrió el derrumbe. El padre quebró. Vinieron las peleas, el desprestigio, la ruina. La madre murió de tuberculosis; el padre vendió hasta las telarañas. Y Margaretha, con apenas 15 años, fue enviada lejos. En La Haya, respondió a un anuncio en el periódico como quien lanza un dado cargado al destino: se casó con un militar holandés mucho mayor que ella, y partieron hacia las Indias Orientales. El resto es historia.

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