Lección de amistad

Vaya por delante que en mi modesta opinión resulta manifiestamente injusto que a un cargo público que ha infringido la ley, causando además un serio menoscabo a las arcas públicas, se le condone la pena que conlleva su delito. Y aún más cuando es bien sabido que con otros delincuentes, en circunstancias similares, no se utiliza la misma vara de medir. Si a mí me hubieran pedido que firmara el escrito, me habría negado sin pestañear. Pero Griñán no es mi amigo. ¿Qué hubiera hecho de haberlo sido? La amistad navega frente a la idea de la justicia por otros derroteros, mucho más cercanos a la equidad que a la literalidad de la ley. Cuando lo que está en juego es la suerte de un amigo, la tendencia natural es la de dejarse guiar por los sentimientos antes que por la razón.

Soy de los que piensan que la justicia es la parte argumentativa y pública del bien. La amistad, como el amor, es la parte privada. En ella no prevalecen los argumentos porque se mueve en el reino de las emociones y los gustos. Por eso una madre no declarara contra su hijo, un juez no condena a su hermano o la amistad manifiesta es causa de recusación en cualquier procedimiento judicial. Garci es todo un modelo de independencia y su firma pidiendo el indulto no trata de distinguir lo justo de lo injusto. Solo expresa el deseo de que a Griñán las cosas le vayan lo mejor posible. Es decir, que se porta como un buen amigo. Y eso, en los tiempos que corren, ya es toda una proeza. El otro día estuve hablando de todo esto con un cofrade de mi misma opinión. Más impulsivo que yo, en un momento dado me dijo: «Ya tengo la sensación de estar metido en el bar, al lado de nuestro amigo, repartiendo puñetazos, todos los tuiteros sobre mí. Así es como yo me quedo tranquilo». Le miré con indisimulada pereza, pero dispuesto a sumarme a la pelea. Pincho de tortilla y caña a que, si llegara el caso, algunos de ustedes se pondrían de nuestro lado.